La resurrección de Aliocha Coll.

El pasado 21 de marzo saltó la noticia de que la agente Carmen Balcells entregaba al Instituto Cervantes el legado del único de sus autores que no triunfó: Aliocha Coll.

A la manera de ciertos autores cuya literatura parece haber sido menos importante que la influencia que ejercieron en otros, Aliocha Coll posee una existencia subterránea y otra visible. La primera concierne a su propios libros: Vitam venturi saeculi (1982), Títeres, una obra de teatro para niños escrita con su mujer (1984); Atila (1991), El hilo de seda (1992) y el volumen de poesía Imaginarias (1999), así como una traducción de cuatro textos de Christopher Marlowe en versos endecasílabos (1984). La segunda es igualmente fantasmal y está limitada a su aparición en algunos artículos de Javier Marías para la prensa, en sus cuentos «El médico nocturno» (donde aparece con el nombre de «doctor Noguera») y «Todo mal vuelve» (donde lo hace con el de Xavier Comella) y en su novela Negra espalda del tiempo (1998); también, a su pertenencia a un club de escritores excéntricos y trágicos que Vicente Molina Foix denominó en una ocasión «una potente línea de sombra de la literatura española» que sería su reverso desafortunado y maldito. A esa literatura Aliocha Coll ha incorporado la novedad de una obra que parece surgida de la misma fuente que dio el Finnegans Wake de James Joyce y los textos de Samuel Beckett y Guillermo Cabrera Infante, pero que avanza desde esa posición de desapego y desconfianza acerca de las potencias de la literatura hacia la de la notable soledad del artista que debe desarrollar su tarea a ciegas y sin interlocutores.

No hay nadie allí, nadie para leer a Aliocha Coll, que sostenía que «siempre hay que escribir como si no se pudiera escribir» y como si todo fuera un misterio incomprensible; esa soledad es tan absoluta que muy pocos parecen haber recordado quién era Aliocha Coll cuando, unas semanas atrás, la agente literaria Carmen Balcells, invitada por el Instituto Cervantes a depositar un legado en la sede de la institución, entregó los papeles de ese autor (uno de los pocos cuya obra no consiguió popularizar entre los lectores) con la instrucción de que su contenido fuera revelado dentro de un año.

A falta de conocer en detalle sus razones, se puede conjeturar que Balcells comprendió que ese legado no concierne tan sólo a los lectores del futuro sino también, y en especial, a los del presente. Las razones de que esto sea así se encuentran en una caja fuerte en la sede del Instituto Cervantes, pero también en una existencia no necesariamente feliz aunque sí muy fructífera, que es la de uno de los escritores más singulares de la literatura española del último siglo.

Aliocha Coll nació el 6 de mayo de 1948 en Madrid y se crió en Barcelona, donde comenzó e interrumpió sus estudios de Medicina. Al hecho de que su madre leyera durante el embarazo Los hermanos Karamazov, de Fiódor Dostoievski, le debía el nombre de Aliocha, aunque se llamaba Javier en el registro oficial. A los doce años escribió un relato acerca de la vida de unos conejos y a los catorce escapó del internado en el que se encontraba en Puigcerdá y caminó bajo la nieve buena parte de los ciento cincuenta y siete kilómetros que lo separaban de Barcelona. Mientras estudiaba en las Escuelas Pías de Terrassa y de Sarriá (cuyo lema es «piedad y letras»), Aliocha se convirtió, en palabras de Horacio Coll, su hermano, en un niño «afectivo, sensible e independiente», pero también en alguien con «un carácter fuerte» al que era mejor no llevarle la contraria.

En 1970 conoció a Lysiane Luong, una pintora de origen chino con la que se casó y con la que, de acuerdo a algunas fuentes, concibió un hijo que murió al nacer. Ambos se radicaron en París, y desde entonces y hasta su muerte en 1990, las visitas del escritor a España fueron más bien escasas. A partir del tercer año de la carrera de Medicina, que completó en París, Coll decidió que no ejercería esa profesión y que se dedicaría exclusivamente a la escritura; cuando Javier Marías lo conoció en 1977, tras la lectura del manuscrito de Vitam venturi saeculi, vivía de las rentas (ejercía de médico sólo los fines de semana) junto a su esposa, de la que se separaría diez años más tarde. Marías lo recuerda como un joven «de excelentes modales, con un rostro anticuado que parecía salido de los años treinta y con unos conocimientos literarios, musicales, pictóricos y filosóficos que para mí habría querido».

Aunque a Marías no le gustó lo que leía (en su obituario del autor, acabaría admitiendo que la de Coll era «un tipo de literatura más bien ‘imposible’ y que nunca me había interesado mucho», y que «si llegué a interesarme por estas obras y luego por conocer a su autor, ello fue debido a que creí percibir en aquella literatura tan aventurada y a veces difícilmente legible un talento verbal y un sentido del ritmo de primer orden»), Coll y él entablaron una amistad en la que, en su recuerdo, era Marías quien procuraba orientar al primero pese a ser dos años menor: «[…] me envió algunos sonetos, fragmentos de su ensayo sobre el dolor, que, como el resto, jamás fue publicado pese a los intentos de Carmen Balcells […]. Yo intentaba convencerle de que probara a escribir cosas más ‘tradicionales’, aunque sólo fuera como divertimiento».

Coll no parece haber tenido nunca interés en seguir esos consejos: su conocimiento casi enciclopédico de la literatura y su respeto por la tradición literaria parecen haberle llevado a creer que únicamente podía producir algo nuevo y original desde un rechazo a las convenciones narrativas que encuentra su expresión más acabada en la obra que publicó estando vivo.

Vitam venturi saeculi carecía de un uso convencional de los signos de puntuación y a ratos consistía en una larga sucesión de palabras a simple vista inconexas dispuesta en un párrafo que se extendía a lo largo de páginas y páginas. La primera frase del primero de los fragmentos de la obra es la que sigue: «Cara a la pared: como si fuera un castigo de niños… tomando distancia Avalancha. Acostado sobre el lomo de los sistemas (por abajo pilotos escuderos cordilleras corderas) prosigue»; a continuación, el texto sólo se complica: «El volumen se había vaciado de tono no que las montañas hubieran sido reducidas ni el aire evaporado sino que unos y otros y las demás cosas que sus masas contenían habían ido a ocupar los intersticios que antaño las separaban […] esmalta lubre el pueblo era la navegación (lapso ensueño) alto ábside el cielo sol no se cansaba de hacer ocasos fallas… y faldas relego leva (dos últimas juntas) oblonga vancha es usual y resba [sic] (o fluye o quesla) tAima [sic] (clamorosa) jardincia lleva ir explanen mano acaricia umbelo (ambe [sic]) presentida (de presencia y presentimiento) logari [sic] archi advenediza…».

Vitam venturi saeculino fue reseñada ni una sola vez por la prensa y no consiguió concitar la atención de demasiados lectores: para comprender la radicalidad y la excentricidad de su aparición debe tenerse en cuenta que en la misma colección en la que figuraba se habían publicado anteriormente títulos de autores como José María Merino, Ignacio Gómez de Liaño, Juan Pedro Aparicio, Manuel Pereira, Luis Mateo Díez, Javier Maqua y Rafael Coloma, todos escritores de una prosa más accesible, que contrastaba y venía a oponerse a una cierta escena experimental española cuyos textos emblemáticos eran Un viaje de invierno (1972), de Juan Benet; Reivindicación del Conde Don Julián (1970), de Juan Goytisolo; La saga/fuga de J. B. (1972), de Gonzalo Torrente Ballester; El gran momento de Mary Tribune (1972), de Juan García Hortelano, y Si te dicen que caí (1973), de Juan Marsé, y cuyos continuadores eran por entonces tan sólo Julián Ríos y el propio Aliocha Coll.

A mediados de noviembre de 1990, el día 15, se suicidó Aliocha Coll. «Yo sé dónde terminará mi obra y después me plantearé si seguir», solía decir en sus últimos años. Marías recuerda que «su situación personal no era fácil […], circundado por la enfermedad, las de sus pacientes y la de alguien muy próximo». Una larga tradición de escritores que mueren en París y una no menos cuantiosa lista de autores que se han suicidado (y los cruces entre ambas listas, que no son pocos) convierten su muerte en un lugar común, pero este lugar común destaca en el marco de las curiosas circunstancias en que Coll vivió y produjo su obra debido a que es el único tópico al que parece haber aceptado adherirse. Unos días antes de suicidarse, Coll había terminado un nuevo libro que consideró el último, Atila.

A pesar de que había anticipado ya a varios amigos que «mi vida no tendrá ningún sentido cuando haya terminado Atila», en la obra no hay indicio alguno que indique la inminencia de ese final; más aún, el libro es una manifestación de la convicción profunda por parte de su autor de que la literatura puede redimir la vida, no importa cuán rota esté. Atila no respeta la separación prescriptiva entre drama, prosa y poesía, que se suceden a lo largo de la obra; tampoco las normas tradicionales de puntuación, y las pausas de su prosa suelen ser las del aliento, como sucede con cierta poesía; toda la obra está gobernada por la riqueza y la invención léxicas y por el hallazgo de metáforas y símiles sorprendentes: el cielo parece «de tocino», la punta del pie semeja un pescado y los dedos de una mano, una «melena de león».

Aunque es difícil decirlo con certeza, Atila narra la historia de la utopía política y estética de una civilización sin ciudades; además del huno, otros personajes de importancia son su esposa, Talía, y su hijo, Quijote, rehén del gobernador de Roma, que se llama Roma y tiene a su vez una hija llamada Ipsibidimidiata, «la mitad de sí misma» en latín. Naturalmente, Quijote e Ipsibidimidiata son amantes; naturalmente, también, su amor es imposible: Quijote oscila entre su lealtad a su suegro y a Roma y la debida a su padre, que le exige que regrese con él a la estepa, dejando Roma librada al saqueo de los vándalos; es decir, entre la lealtad a un mundo que se extingue y a otro que no es más que un proyecto. Quijote e Ipsibidimidiata procuran huir a Grecia pero su barca se desvía y alcanza las costas del norte de África. Allí, en una cueva, Quijote se desdobla en sí mismo y en otro joven llamado Hidatila o «Hijo de Atila», al tiempo que Ipsibidimidiata también se desdobla y los amantes se pierden de vista sólo para encontrarse al final, cuando el matrimonio entre la cultura y la naturaleza parece posible en las amplias estepas orientales.

Al igual que en otras obras suyas, en Atila Coll fracasa como narrador en el sentido tradicional, debido a que cada uno de los elementos que describe o narra estalla y se fragmenta en otros elementos de los que el lenguaje procura dar cuenta, multiplicando de ese modo el sentido pero alejándose del asunto que su autor deseaba contar; esta multiplicación del sentido responde a lo que parece ser la imposibilidad de narrar el mundo, que se convierte, por lo mismo, en un lugar hostil para los personajes, resultado de una imposibilidad de sustraer algún elemento al mundo narrado (que el propio narrador admite al afirmar: «Eso era lo peor. No el no poder añadir algo nuevo en ese ambiente, sino el que nada fuese sustraíble»), pero también a lo que parece ser una limitación del lenguaje convencional para narrarlo, como en el siguiente pasaje: «Los cabos de espiral entran en los senos de las caras y llenan las bocas y gargantas forzando las cuerdas y desresollando: jklartsgowych-deszxichowyjkszaelnñuxchtaei […]» y así durante otras quince líneas.

Toda la obra de Aliocha Coll es una demostración de cómo la libertad absoluta que los escritores pretenden para sí conduce a la parálisis y al enmudecimiento, del mismo modo en que lo hacen las restricciones y los condicionamientos; sus libros no sólo son incomprensibles porque el mundo que narran lo es, sino también, y sobre todo, porque la soledad de su autor es tan absoluta que éste ya no concibe que alguien no pueda comprenderlo.

Se trata de «páginas tan sonoras, tan musicales, que se iluminan de cuando en cuando con chispazos de una posible coherencia», en palabras del escritor y crítico literario Rafael Conte, uno de los pocos que reseñó Atila tras su aparición. Al carácter impenetrable del texto y al suicidio de su autor se debe que algunos otorguen a Aliocha Coll el epígrafe de maldito y la pertenencia al club de escritores excéntricos y trágicos del que forman parte Félix Francisco Casanova, Eduardo Hervás, Carlos Oroza, Leopoldo María Panero, Antonio Maenza, Eduardo Haro Ibars, Pedro Casariego, Aníbal Núñez y Rafael Feo.

Al morir, el escritor dejó un testamento por el cual legaba todos sus manuscritos a su mujer, de la que se había separado unos tres años atrás, y también un maletín repleto de obras «en limpio»: los poemarios «Mansiones» y «Sonetos», el drama «Ofelia, Casandra y Juana de Arco», los libros de narrativa «Cuarta persona», «Antimonio» y «Aloisio Paramesium», la tesis doctoral «Dolor, anestesia y distesia», los ensayos «Ética», «Epistemología» y «Estética» y el volumen «Laocoonte», a los que, de acuerdo a algunas fuentes, se deben agregar cuatro obras de Shakespeare ya traducidas y buena parte de la extensa La anatomía de la melancolía, de Robert Burton. Ninguno de esos libros ha visto jamás la luz, pero quizás la atención pública puesta en el autor tras la decisión de Carmen Balcells de convertirlo en su legado cambie algo de esto.

«Es imposible escribir, imposible dejar de escribir», escribió Coll en Atila; toda su literatura surge de esa contradicción irresoluble y aún está a la espera de sus lectores.

La resurreción de Aliocha Coll. Texto: Patricio Pron. Publicado en ABCD.es. 15.04.2011.



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