Historias paralelas: Puccini y Donizetti.

Vivieron épocas diferentes, pero han pasado a la Historia como dos genios de la música. Ayer, 29 de noviembre, se cumplía el aniversario de la muerte de Puccini y del nacimiento de Donizetti.

 

Unidos por el destino – Diario Sur.

Texto: Antonio Garrido – 30/11/2008

 

Puccini fue un ecléctico musical y un melancólico de temperamento. Desde 1903 hasta 1924, año de su muerte, su vida se hizo difícil por la larga recuperación que sufrió por un accidente de coche, por el suicidio de la joven aya Doria, por la que la esposa del artista sentía unos celos enfermizos, por sus diferencias con su esposa Elvira, por la muerte de sus colaboradores más directos y por el cáncer de garganta que acabó con él. Pero no me interesan tanto las cuestiones biográficas sino las estéticas.

 

Es preciso, antes de seguir, reseñar que obtuvo un gran éxito entre el público. Escribió doce óperas incluyendo las de un acto, en ellas es capaz de crear un universo que sigue dialogando con plena eficacia con todos los que en la penumbra de la sala asisten a las peripecias del escenario, especialmente en lo que se refiere a las heroínas de sus románticas y trágicas historias.

 

Las óperas del italiano son ejemplos señeros del romanticismo como expresión extrema de las pasiones. El sentimiento trágico y la fuerza patética que conducen a un destino fatal son los motores de la acción encarnada en unos personajes que alcanzan altos valores simbólicos pese a que los hechos representados sean sencillos.

 

Un rasgo peculiar de su carácter que llevó a sus obras fue una especie de deseo de probarse con otros compositores que ya habían tratado los mismos temas, incluso con los mismos títulos, con anterioridad. ¿Deseo de competir? ¿Afán de superarse? No lo sabemos con certeza pero este mecanismo nos permite ver sus modificaciones y nuevos planteamientos frente a materia conocida; es decir, su forma de hacer progresar el género.

 

Voy a centrarme en algunas obras menos conocidas, sería muy fácil recurrir al repertorio habitual. Su primera obras es Las Villi y en ella ya se encuentra la melancolía en forma de nostalgia del amante y, lo más importante, de nostalgia anticipada ante lo efímero de la belleza y de la felicidad.

 

En torno a la traición. La historia se articula en torno a la traición de Roberto, que abandona a Ana, ejemplo del amor más sincero; esta, al sentirse traicionada, muere, y su alma se une a las villi, almas de mujer que padecieron el engaño. El traidor morirá en una desenfrenada danza entre estos espíritus de mujeres burladas.

 

En Edgar crea dos arquetipos femeninos, Fidelia, el nombre lo dice todo, y Tigrana, también el nombre la define. La obra tiene el componente conocido del fingimiento de la muerte por parte del protagonista que se arrepiente de haber abandonada a Fidelia pero Tigrana asesinará a la joven. La clave de la obra está en la oposición entre el amor de la cortesana frente al amor de la muchacha inocente. En esta obra los coros tienen una gran importancia. La clave del éxito está en la música, pero hay que considerar que la ópera es un espectáculo total y el componente de la historia es muy importante; pues bien, Puccini consigue que su espíritu romántico sea verosímil y que los sentimientos expresados sean normales aunque universales y que se correspondan con mecanismos de representación que podemos considerar atemporales.

 

Hay que tener en cuenta que los tiempos, como afirma la zarzuela, adelantan que es una barbaridad. Seguramente hoy la trama de “La golondrina” sería un tema desechado por el autor. Una cortesana conoce a un joven en una sala de baile y viven juntos unos meses de felicidad; cuando él le propone matrimonio, ella le desvela su identidad y lo abandona. La moral, ya se sabe. Esta es una obra entre la ópera y la opereta que tuvo éxito y hoy casi desconocida. La profunda atención de Puccini a todas clases de músicas le llevó a incluir en la partitura valses, tangos, fox-trot lento y one step, muy popular en aquellos años de la primera década del siglo pasado. Sor Angélica era una de sus obras preferidas. Puccini tenía una hermana monja que llegó a ser superiora de su convento. Se trata de una historia llena de dramatismo y también lejana, muy lejana de nuestra manera de entender las cosas. La protagonista de esta ópera en un actor lleva siete años en el convento sin recibir a nadie; un día llega una dama de apariencia acomodada, su tía, que pretende que firme unos documentos por los que renuncia a su parte de la herencia que le corresponde.

 

Personaje frío y cruel. Angélica deshonró a la familia y para purgar su pena entró en religión pero no puede olvidar a su hijo. Su tía le informa que el niño murió. Angélica se suicida pero antes de morir arrepentida, ve a la Virgen María acompañada del hijo perdido. Puccini crea en la tía de Angélica un personaje como Scarpia de Tosca, frío, cruel, inamovible. ¿Melodrama? Claro que sí, pero tan humano que sigue humedeciendo los ojos con su belleza lírica.

 

Voy a recordar. Es una noche de invierno en Nueva York. La sala está repleta. La soprano lleva un kimono de flores de loto y aves del paraíso. Se ha despedido del hijo y se va a suicidar por el honor de los suyos. Cio-Cio San mira el pozo de la muerte desde el infinito de la belleza, Puccini, ni más ni menos.

 

 

Uno de los tres reyes magos del Bel Canto. Diario Sur.

Texto: María Teresa Lezcano – 30/11/2008

 

El 29 de noviembre de 1797, nacía en Lombardía, en el sótano de una mísera casa de Bérgamo, el quinto hijo de María y Doménico Donizetti, el pequeño Gaetano. Es en esta misma ciudad de Bérgamo -aunque desvinculado del sótano de origen – donde moriría 51 años más tarde. Entre ambas fechas, su talento musical le permitió superar sus orígenes humildes para convertirse, junto a Bellini y Rossini, en uno de los tres reyes magos del Bel Canto, triunvirato que dominaría el mundo operístico hasta que Verdi, como quien no quiere la cosa, irrumpió en escena reclamando a golpes de pentagramas su lugar en el sol (y en el Sol, el Fa, el Mi..). De los tres “capos” de la corriente belcantista, Donizetti (Don Izetti para la Familia) fue sin lugar a dudas el más prolífico, ya que llegó a escribir más de setenta óperas en menos de tres décadas.

 

Su carrera musical empezó a los ocho años, cuando fue admitido en las “Lezioni Caritatevoli” dirigidas por Johannes Simon Mayr, una escuela gratuita de música destinada a formar coristas e instrumentistas para las funciones litúrgicas. Su talento innato para la música captó de inmediato la atención del fundador de la institución benéfica, el compositor alemán Simon Mayr, quien decidió convertirse en su mentor.

 

Esta función pasaría años después al renombrado Padre Stanislao Mattei, quien lo iniciaría en Bolonia en los modelos del Clasicismo vienés y en las técnicas de contrapunto. Fue en esta ciudad donde el joven Gaetano comenzaría a deslumbrar por su facilidad para componer cuartetos de cuerda, sinfonías e incluso su primera ópera, el intermezzo en un acto “Pigmalione”, seguido de “Enrico de Bolonia”, que se estrenó en Venecia en 1818. El éxito apoteósico se haría sin embargo esperar seis años más: cuando estrenó, en Roma y de forma consecutiva, “Zoraira di Granata” y “L’aio nell’imbarazzo”. Estos fueron los detonantes que activaron una producción tan demencial que llegó a componer hasta ocho óperas en un año con el fin de satisfacer las demandas que conllevaba el hecho de haberse convertido en uno de los compositores favoritos del público operístico.

 

Aplauso del público. Es en el año 1827 cuando se instala en Nápoles, donde es nombrado director del Teatro Real. Ésta es la época en la que la consolidación de su estilo y su aceptación pública fluyen de forma paralela: estrena “Ana Bolena”, “L’elisir d’amore”, “Parisina d’este’” y “María Stuarda”. La culminación del romanticismo donizetiano llegará en 1835 con una adaptación libre de la novela de Walter Scott “The bride of Lammermoor”. “Lucía de Lammermoor”, ópera en tres actos, fue estrenada en Nápoles en septiembre de 1835 y es probablemente la obra más conocida de Donizetti.

 

Uno de sus fragmentos más impactantes es ‘la escena de la locura’, perteneciente al tercer acto, en la cual se sitúan algunas de las notas para soprano más altas del repertorio; se trata de dos mi bemoles sobreagudos que no están incluidos en la partitura y que, dependiendo de la capacidad vocal de la intérprete, pueden o no ser incluidos en la representación.

 

Aunque inicialmente “Lucía de Lammermoor” no fue debidamente valorada por sus cualidades artísticas sino principalmente por el reto que suponía para la soprano, tras la Segunda Guerra Mundial la partitura fue rescatada del semi-olvido en el que se hallaba sumida, y llegó a ser una de las piezas de referencia del repertorio de la Callas.

 

Pese a unas apariencias de éxito que parecía destinado a perdurar y a multiplicarse, la vida napolitana de Gaetano Donizetti iniciará su época más oscura: en poco más de un año mueren sus padres, su mujer y su hija, a la vez que la obra ‘Pia de Tolomei’ fracasa de forma rotunda en la Scala de Milán. Su extrema sensibilidad se ve asimismo puesta a prueba tras sucesivos rechazos por parte de la ciudad de Nápoles de concederle el título de director del Conservatorio, puesto con el que lleva años soñando, rechazo debido a que los napolitanos, pese a la brillante carrera del Maestro, siguen considerándolo como a un «extranjero» -en el Nápoles de la época, todo el que no había nacido en la ciudad era extranjero-.

 

Hastiado del trato recibido en Italia, se trasladó a París donde no tardó en percatarse de que la hospitalidad de los músicos franceses hacia sus colegas italianos susceptibles de rivalizar en fama y privilegios, era más inexistente que una trucha en el Sena. Berlioz, sin ir más lejos, manifestó públicamente su desacuerdo por la llegada de Donizetti a una ciudad en la cual, si ya sobraban músicos patrios en la línea de competición, los talentos extranjeros podían irse, literalmente, con la música a otra parte.

 

En París consiguió sin embargo Donizetti completar las que habrían de ser sus cuatro últimas obras: “Caterina Comaro”, “Don Pasquale”, “Maria Di Rohan” y “Dom Sebastien roi de Portugal”. ‘Dom Sebastien’ dejó indiferente al público parisino, al tratarse de una composición demasiado sombría para los gustos de la época. Fue precisamente durante los ensayos de esta obra cuando la enfermedad que venía minando el cuerpo y la mente del Maestro desde hacía más de una década, emprendió su asedio definitivo. El diagnóstico identificativo de una enfermedad neurológica e irreversible que durante años le había producido fiebres continuas, intensos dolores de cabeza y fuertes náuseas, encubría en realidad un origen sifilítico terciario cuyos efectos ya imparables provocaron su internamiento en el manicomio de Ivry, cerca de París. Allí permaneció, en un estado de demencia absoluta, hasta que su sobrino Andrea lo trasladó del frenopático de Ivry al de Bérgamo, su ciudad natal, donde acabó sus días sumido en un estado en el que transitaba de las alucinaciones a un estupor casi catatónico del que atestiguan algunas terribles fotografías que fueron tomadas en aquellas fechas. El ocho de abril de 1848, su arritmia cerebral se incrementó y el corazón del músico no aguantó la punzante embestida de los delirios.

 

Tras su muerte, su celebridad en la escena operística se mantuvo incólume durante varios años, antes de empezar a declinar lentamente. El regreso de las vanguardias del siglo veinte supuso una revalorización de su obra, la cual, aunque adolezca de una irregular calidad artística, hallándose en sus partituras desde composiciones mediocres hasta creaciones sublimes, posee la cualidad indiscutible de potenciar el lucimiento de los intérpretes mediante un lirismo dramático y fuertemente imbuido por una pureza arrebatadora. Como muestra de sus momentos de mayor inspiración, citemos dos de sus obras más perfectas: la ya referida “Lucía de Lammermoor”, y “Don Pasquale”, considerada por numerosos críticos actuales como su obra maestra.

Después llegaría Verdi, pero ésta es otra historia.

 



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