En 1755, un terremoto destruyó la ciudad de Lisboa y acabó con la vida de un tercio de una población de 280.000 habitantes. Voltaire protestó en nombre de la Razón, escribió el “Cándido” (Alianza) para escarnecer a Leibniz y al ‘mejor de los mundos posibles’, y un joven Kant produjo un escrito sobre sismografía, cuya intención era evitar nuevos cataclismos (el autor ya apuntaba elevadas maneras).
Tras la conmoción, en cuya intensidad tuvo que colaborar necesariamente la infrecuencia o la falta de información de esta clase de desastres, la mentalidad europea parece que concedió a Dios la jubilación como jefe de mantenimiento del aparato de relojería con que se comparaba este mundo y lo envió a otra galaxia a que nos contemplase o a que se hiciera un huerto. Seguía en nuestros corazones, pero se le habían quitado las llaves del cuarto de herramientas. La Revolución Francesa puso su jerarquía de origen divino patas arriba y la Revolución Industrial se dedicó a producir objetos y ciudadanos en serie, o sea, sin alma, a imagen y semejanza de las máquinas.
Más tarde se descubrió que tampoco se necesitaba al Omnipotente para alfombrar el mundo de cadáveres y, con ayuda de la ingeniería adquirida y de una libertad sin Dios, se llevó al matadero a varias decenas de millones de seres humanos que creyeron dar la vida por su patria.
Hace dos noches, un seísmo sacudió Haití y se teme que los efectos puedan acabar comparándose con el que devastó Sumatra en 2004. Los titulares de los periódicos proclaman el alto número de damnificados como si ofrecieran una clave para imaginar el horror y un estímulo para desplegar nuestra compasión, aunque entre las cifras y lo otro no haya relación alguna.
Lo que ocurre es que, entre la cantidad suculenta de catástrofes que se nos entrega a diario y la certidumbre de que si hubiera algún remedio para evitarlas o para paliar sus consecuencias nunca se llevaría a cabo (Copenhague no se nos va a olvidar), más que otorgarles compasión nos dedicamos a exigir a los cataclismos la excitación de los grandes números. Queremos desastres cósmicos, planetas partidos por la mitad, cualquier hecatombe que alivie mediante catarsis nihilista la sensación de que aquí nunca pasa nada y de que todo seguirá en su sitio.
Y arriesgaremos nuestra solidaridad igual que se pone dinero en las apuestas: cuando las cifras merezcan la pena (nunca mejor dicho).
Por Alejandro Gándara.
Haiti y los Dioses. (Javier Armentia)
Terremoto en el infierno. (Vicente Moreno)
Haití: el terremoto afecta a un país que está siendo social y ecológicamente destruido desde hace décadas. (Claude-Marie Vadrot)
Haití ya yo existe. (Pablo Ordaz)
Haití, las causas de la miseria. (Ángel)
Haití: cuando nadie nos lee. (Ezequiel Martínez)
Haití, como inventar un país. (René Depestre)
Versos de René Depestre y otros poetas haitianos.(El Cultural)
Letras de Haití. (El Cultural)
Haití, la herida y la esperanza. (La Jornada Semanal)
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