Acuciado por el tiempo, y quizá por los fantasmas de Norman Mailer y John Updike, Philip Roth (Newark, 1933) se ha propuesto no dejar de sorprendernos. Y no dejarnos tranquilos, amodorrados, serenos. Sí, lejos de las reflexiones autorreferenciales de Elegía o Sale el espectro, protagonizadas por ancianos hombres de éxito al borde de la muerte, Mondadori lanza en España Indignación, la historia de Marcus, un joven universitario de diecinueve años que ha puesto más de 800 kilómetros de distancia entre él y un padre hiperprotector que no le deja respirar, angustiado por la posibilidad de que las malas compañías puedan pervertirle. Sin mucho éxito. Porque Marcus, un universitario sin amigos ni apenas experiencia amorosa en los Estados Unidos de los años 50, está muerto. Y aquí nos cuenta su historia.
Primeras páginas de “Indignación”, de Philip Roth (PDF – 72,14Kb)
“La noche en que salí con Olivia Hutton, Elwyn, mi compañero de habitación, me prestó su LaSalle negro. Era una noche de entre semana en la que no trabajaba, y tuvimos que salir temprano a fin de estar de regreso en su residencia a las nueve. Fuimos a L’Escargot, el restaurante más lujoso del condado de Sandusky, a unos quince kilómetros de la universidad, siguiendo el curso del riachuelo Wine. Ella pidió caracoles, la especialidad de la casa, y yo no, no solo porque nunca los había comido y no podía imaginarme haciéndolo, sino también porque procuraba economizar en lo posible. La llevé a L’Escargot porque la chica me parecía demasiado sofisticada para una primera cita en el Owl, donde podías comer una hamburguesa y patatas fritas con una Coca-Cola por menos de cincuenta centavos. Además, por muy fuera de lugar que me sintiese en L’Escargot, me sentía incluso más desplazado en el Owl, cuyos clientes solían apretujarse en reservados junto con miembros de sus propias asociaciones estudiantiles masculinas o femeninas y, por lo que podía distinguir, hablaban sobre todo de acontecimientos sociales de la semana anterior o los que tendrían lugar la próxima semana. Ya tenía suficiente con los comentarios que hacían sobre su vida social mientras servía mesas en el Willard.
Ella pidió los caracoles y yo no. Ella procedía de una rica zona residencial de Cleveland y yo no. Sus padres estaban divorciados y los míos no, ni era posible que llegaran a estarlo.
Ella se había trasladado de Mount Holyoke a Ohio por motivos relacionados con el divorcio de sus padres, o eso es lo que me dijo. Y era incluso más bonita de lo que me había parecido en clase. Nunca la había mirado a los ojos el tiempo suficiente para constatar su tamaño. Tampoco había reparado en la transparencia de su piel, ni me había atrevido a mirarle la boca el tiempo suficiente para darme cuenta de lo henchido que tenía el labio superior y de cómo le sobresalía provocativamente cuando pronunciaba ciertas palabras con un acento distinto del mío.
Al cabo de unos diez o quince minutos de conversación, ella me sorprendió al extender la mano por encima de la mesa para tocar el dorso de la mía.
– No te pongas tan profundo -me dijo-. Relájate.
– No sé cómo hacerlo -repliqué, y aunque lo decía como si fuese una broma desenfadada y tímida, resultaba que era cierto.
Siempre estaba trabajando en mi persona. Siempre estaba persiguiendo un objetivo. Entregar pedidos, desplumar pollos, limpiar tajos de carnicero y obtener sobresalientes para no decepcionar a mis padres. Acortar la zona de sujeción del bate para golpear la pelota y hacerla caer entre los jugadores de cuadro y los jardineros del equipo contrario. Trasladarme de Robert Treat a otra universidad a fin de librarme de las irrazonables restricciones de mi padre. No unirme a una fraternidad para concentrarme exclusivamente en mis estudios. Seguir con toda seriedad el curso del Cuerpo de Instrucción de Oficiales en Reserva a fin de no acabar muerto en Corea. Y ahora el objetivo era Olivia Hutton. La había llevado a un restaurante cuyo coste se acercaba a la mitad de mis ganancias de un fin de semana porque quería que la chica pensara que yo era como ella, sofisticado y mundano, y al mismo tiempo deseaba que la cena finalizara casi antes de comenzar para sentarla a mi lado en el coche, aparcar en alguna parte y tocarla.
Hasta entonces, el límite de mi experiencia carnal era tocar. Había tocado a dos chicas en el instituto. Cada una de ellas había sido mi novia durante cerca de un año. Solo una estuvo dispuesta a tocarme a su vez. Tenía que tocar a Olivia porque hacerlo era el único camino a seguir si quería perder la virginidad antes de licenciarme e incorporarme a filas. He ahí otra meta: pese a las ataduras de las aún rígidas convenciones que imperaban en el campus de una universidad mediana del Medio Oeste en los años inmediatamente posteriores a la segunda guerra mundial, estaba decidido a tener relaciones sexuales antes de morir.
Después de la cena, subimos al coche y fuimos más allá del campus, a las afueras del pueblo, para aparcar en la carretera que bordeaba el cementerio. Ya eran algo más de las ocho, y disponía de menos de una hora para llevarla de vuelta a la residencia antes de que cerraran las puertas. No sabía dónde más aparcar, aunque temía que el coche patrulla que circulaba por el callejón trasero del hostal se detuviera detrás del vehículo de Elwyn con las luces largas encendidas, que bajara uno de los agentes y se acercara para iluminar el asiento delantero con una linterna y preguntarle a ella: “¿Va todo bien, señorita?“. Eso era lo que decían los policías cuando actuaban, y en Winesburg actuaban continuamente.
Así pues, tenía que preocuparme por la policía y lo tardío de la hora -las ocho y diez- cuando apagué el motor del La-Salle y me volví para besarla; con total naturalidad, ella me devolvió el beso. Evita el rechazo… ¡detente aquí!, me ordené, pero esa advertencia era necia, y mi erección lo corroboraba. Deslicé con delicadeza la mano bajo su abrigo, le desabroché la blusa y moví los dedos sobre el sujetador. Ella reaccionó a aquel comienzo de acariciarla a través de la copa de tela del sostén abriendo más la boca mientras me besaba, ahora con el incentivo añadido del estímulo de su lengua. Me encontraba solo en un coche aparcado en una carretera a oscuras, una mano moviéndose dentro de la blusa de una muchacha cuya lengua se movía en el interior de mi boca, la misma lengua que vivía sola en la oscuridad de su boca y que ahora parecía el más promiscuo de los órganos. Hasta entonces la única lengua que había estado en mi boca era la mía, y esa idea casi bastaba para que me corriera. Eso solo sería más que suficiente. Pero la rapidez con la que ella me había permitido actuar (y aquella lengua que se proyectaba, se restregaba, se deslizaba, me lamía los dientes, la lengua, que es como el cuerpo desprovisto de su piel) me impulsó a tratar de poner delicadamente su mano en la entrepierna de mis pantalones. Y, una vez más, no encontré la menor resistencia. No hubo batalla alguna.
Durante semanas no paré de dar vueltas a lo que sucedió a continuación. E incluso muerto, como lo estoy desde hace no sé cuánto tiempo, intento reconstruir las convenciones que imperaban en aquel campus y recapitular los penosos esfuerzos por eludir tales convenciones, causantes de la serie de percances que terminaron con mi muerte a los diecinueve años de edad. Incluso ahora (si puede decirse que“ahora” todavía significa algo), más allá de la existencia corpórea, vivo como estoy aquí (si“aquí” o“yo” significan algo) tan solo como memoria (si“memoria”, en rigor, es el medio que todo lo abarca y en el que me mantengo como“yo mismo”), sigo dándole vueltas a las acciones de Olivia. ¿Será este el fin de la eternidad, rumiar una y otra vez sobre las nimiedades de toda una vida? ¿Quién podría haber imaginado que uno tendría que recordar constantemente cada momento de la vida hasta en su más minúsculo componente? ¿O acaso este más allá sea tan solo el mío y, de la misma manera que cada vida es única, así también lo es la otra vida, cada una de ellas una huella dactilar imperecedera de un más allá distinto al de cualquier otro? No tengo manera de saberlo. Como en la vida, solo sé lo que es, y en la muerte lo que es resulta ser lo que fue. No solo estás encadenado a tu vida mientras la vives, sino que sigues atado a ella cuando te has ido. O, una vez más, tal vez eso solo me ocurra a mí. ¿Quién podría habérmelo dicho? ¿Y habría sido la muerte menos aterradora si hubiera comprendido que no es una interminable nada, sino que consiste en memoria que medita durante eones sobre sí misma? Aunque quizá esta perpetua rememoración no sea más que la antesala del olvido.
Como no creyente, suponía que la otra vida carecía de reloj, de cuerpo, de cerebro, de alma, de dios, de cualquier cosa con forma, contorno o sustancia, descomposición absoluta. Desconocía que no solo no carecía de la capacidad de recordar, sino que recordar lo sería todo. Tampoco tengo ni idea de si el recuerdo se produce desde hace tres horas o un millón de años. No es la memoria lo borrado aquí: es el tiempo. No hay interrupción: la otra vida también carece de sueño. A menos que sea todo sueño, y el sueño de un pasado desaparecido permanezca para siempre con el difunto. Pero, sea o no sueño, aquí no hay nada en qué pensar salvo en la vida pasada. ¿Convierte eso el“aquí” en infierno? ¿O en cielo? ¿Mejor que el olvido o peor? Cabría imaginar que al menos en la muerte se desvanecería la incertidumbre. Pero en la medida en que no tengo ni idea de dónde estoy, qué soy ni cuánto tiempo he de permanecer en este estado, la incertidumbre se revela duradera.
Sin duda no es este el cielo espacioso de la imaginación religiosa, donde todas las buenas personas volvemos a estar juntas de nuevo, felices plenamente porque la espada de la muerte ya no pende sobre nuestras cabezas. Por cierto, tengo la fuerte sospecha de que aquí también puedes morirte. De lo que no cabe duda es de que aquí no puedes avanzar. No hay ninguna puerta. No hay días. La dirección (¿de momento?) es solo hacia atrás. Y el juicio es interminable, aunque no porque te juzgue alguna deidad, sino porque tú mismo estás juzgando de forma insistente e incordiante tus acciones.
Si me preguntáis cómo es posible tal cosa, la memoria sobre la memoria y nada más que la memoria, no puedo responderos, desde luego, y no porque no existan un“tú” ni un“yo”, como no existen un“aquí” y un“ahora”, sino porque todo lo que existe es el pasado recordado, no recuperado, ojo, no aliviado de la inmediatez del reino de la sensación, sino tan solo reproducido. ¿Y cuánto más de mi pasado puedo soportar?
Al contarme una y otra vez mi propia historia todas las horas del día en un mundo sin horas, oculto y descarnado en esta gruta de la memoria, me siento como si llevara haciéndolo un millón de años. ¿Seguirá esto sin cesar jamás, con mis diecinueve añitos por siempre mientras todo lo demás está ausente, mis diecinueve añitos ineludiblemente aquí, presentes con insistencia, mientras que todo cuanto hizo reales los diecinueve años, mientras que todo cuanto le puso a uno directamente “en medio de”, sigue siendo un fantasma lejano, muy lejano?
Entonces no podía creer, y, lo que es ridículo, sigo sin poder creerlo, que lo sucedido a continuación sucediera porque Olivia quiso que sucediera. Las cosas no solían funcionar así entre un muchacho criado de una manera convencional y una chica de buena familia cuando yo estaba vivo, corría 1951 y, por tercera vez en poco más de medio siglo, Estados Unidos volvía a estar en guerra. Desde luego, jamás podría creer que lo sucedido tuviera algo que ver con que ella me encontrara atractivo, no digamos ya deseable. ¿Qué chica encontraba “deseable” a un chico en la Universidad de Winesburg? Yo, por lo menos, nunca había oído decir que las chicas de Winesburg, de Newark o de cualquier otra parte tuvieran tales sentimientos.
Que yo supiera, a las chicas no las excitaba el deseo de esa manera; lo que las excitaba eran los límites, las prohibiciones, los tabúes rotundos, todo lo cual redundaba en beneficio de la que, al fin y al cabo, era la ambición primordial de la mayoría de mis condiscípulas coetáneas en Winesburg: reestablecer con un joven provisto de un salario seguro el mismo estilo de vida familiar del que se habían separado temporalmente al ir a la universidad, y hacerlo con la mayor rapidez posible. Tampoco podía creer que Olivia hizo lo que hizo porque disfrutara con ello. Esa idea era demasiado pasmosa incluso para un chico inteligente y de mentalidad abierta como yo. No, lo que sucedió solo pudo ser una consecuencia de algo que estaba mal en ella, aunque no necesariamente un defecto moral o intelectual; en clase me parecía dotada de una mente superior a la de cualquier chica a la que hubiera conocido, y durante la cena nada me llevó a pensar que su carácter no fuese totalmente estable. No, lo que hizo debió de haber sido causado por una anormalidad. Es porque sus padres están divorciados, me dije. No había ninguna otra explicación a un enigma tan profundo”.
Fuente │El Cultural.es
Primeras páginas de “Indignación”, de Philip Roth (PDF – 72,14Kb)
Reseña de “Indignación” en El Cultural.es
Reseña de “Indignación” en Babelia.
Textos de y sobre Philip Roth en español.
Categorías:Fragmentos literarios, Libros
Qué poca verguenza, me alegro no haber leido este artículo hasta acabar el libro. Cuando descubres que el chico está muerto llevas un tercio de la novela leída.