Cuando queda poco para que termine el 2009, año en el que se ha celebrado el bicentenario del nacimiento de Edgar Allan Poe, los homenajes a la figura de este maestro de lo gótico siguen muy presentes. Uno de los últimos autores que ha decidido profundizar en la vida y obra del creador de El cuervo ha sido Jordi Sierra i Fabra. El escritor catalán le dedica una especial biografía en Poe (Libros del zorro rojo). La obra, con ilustraciones de Alberto Vázquez, repasa los acontecimientos más importantes del escritor estadounidense.
2009 ha sido, sin duda, el año de Edgar Allan Poe. Cuidadas reediciones de sus cuentos fantásticos y homenajes dentro y fuera de EEUU han recordado que el maestro de autores como Kafka, Lovecraft, Borges o Cortázar nacía en Boston doscientos años atrás. A punto de cerrarse el año del bicentenario, Jordi Sierra i Fabra rinde su personal homenaje al genio de lo oscuro con una biografía ilustrada por Alberto Vázquez y publicada por Libros del zorro rojo, una editorial de referencia en el campo de la literatura ilustrada.
Maestro del relato corto, renovador de la novela gótica y precursor de la literatura policíaca, Poe tuvo una vida difícil en la que Sierra i Fabra se ha adentrado para escribir este libro, publicado recientemente y con el que el autor pretende poner su granito de arena en este año de homenajes.
Para el autor catalán, la valía de Poe como autor es innegable, pero como persona fue un hombre de luces y sombras, y de la lectura de este libro se desprende que el autor del poema El cuervo y de relatos como El gato negro o El corazón delator, era «más kafkiano que el propio Kafka». Uno de los grandes aciertos de este libro, unido a las ilustraciones de Alberto Vázquez – considerado uno de los artistas de más talento de los últimos años -, es que no es una biografía al uso. Sierra i Fabra saca a la luz el lado menos popular de Poe empleando una novela biográfica, en la que sentimientos y, sobre todo diálogos, comparten espacio con ilustraciones en blanco y negro.
Sierra i Fabra incluye fragmentos de algunos de sus relatos más conocidos, y cada capítulo de la vida del escritor estadounidense viene precedido de un fragmento del aplaudido poema El cuervo.
Por literario que pueda sonar, la vida del maestro de lo oscuro fue tan tétrica como muchos de sus relatos. Marcado por las penurias económicas, Poe era un adicto a la bebida y a las drogas y acabó sus días en la más absoluta miseria. Tenía sólo 40 años cuando murió. Muchos críticos apuntan que su alma estaba atormentada por el dolor y que tenía un carácter depresivo. La atmósfera asfixiante de sus relatos estaría, por tanto, más que justificada si se tiene en cuenta su carácter sombrío.
Pero como todos los grandes autores de la literatura, la obra de Poe supo sobreponerse a su vida y renacer con el tiempo hasta ser valorada en todo el mundo. Poco importa hoy que Poe fuera un alcohólico que no pasó de la cuarentena, porque lo que el mundo sigue celebrando es que a pesar de su corta vida nos dejó una extensa obra literaria que aún influye a cientos de autores.
Con más de trescientas obras, Jordi Sierra i Fabra es uno de los autores más importantes de la narrativa actual. Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil en el año 2007 y candidato al Premio Andersen, su obra ha sido traducida a más de veinte idiomas, y es de las más leídas en colegios y bibliotecas.
Poe está ilustrado por el joven artista Alberto Vázquez (La Coruña, 1980), licenciado en Bellas Artes, y colaborador habitual del diario El País. Su enigmática obra ha sido distinguida, entre otros, con el Premio Injuve de Cómic e Ilustración y el Premio al Mejor Dibujo en el Salón Internacional del Cómic de Barcelona. Vázquez ha ilustrado numerosas antologías literarias y ha también ha puesto su arte al servicio de proyectos publicitarios.
Capítulo 1 de «Poe» de Jordi Sierra i Fabra.
(25 de noviembre de 1811)
«Los artistas siempre son pobres. Los artistas siempre son únicos, diferentes. Y solidarios. Ah, los artistas…
Para los puritanos eran gente de mal vivir, bohemios, de licenciosas costumbres, y sin embargo necesarios en su esparcimiento. Una ventana al mundo de las sensaciones. Para sí mismos en cambio, envenenados por el influjo de la escena, castigados por penurias económicas, destrozados por giras a través de carreteras infames, mal pagados… El nuevo siglo no había cambiado nada. Sólo un dígito. ¿Qué más daba que la primera década del XIX se hallase ya cumplida y anduvieran por la segunda? Ser artista significaba vivir el peligroso perfume de la libertad al precio de la vida. Un par de horas dominadas por la intensidad todas las noches para borrar las veintidós restantes tal vez infames. Eso suponiendo que en esas dos horas hubiera un público, unos aplausos.
Artistas. Artistas. Artistas.
Las dos damas contemplaban los carteles de la función en el pequeño teatro, con su reclamo humilde. Las personas pasaban y los leían. O no. Hacía demasiado frío para detenerse. A su espalda, la pensión era todavía más lóbrega. Un nido de ratas. Ratas que, cada noche, sonreían, tomaban sus hábitos escénicos y cumplían con su misión de entretener al mundo.
Las dos damas reflejaban consternación en sus rostros.
— Ella no actuará esta noche, ¿verdad?
— Tal vez quiera hacerlo, aunque sea arrastrándose.
— ¡No puede, en su estado! ¡Se está muriendo!
— Es tan tercamente joven, veinticuatro años…—¡Pero tiene los pulmones destrozados!
La señora Allan miró a la señora Mackenzie. Pareció no saber qué decir.
— ¿Qué será de esos pequeños?
— ¿El padre sigue sin dar señales de vida?
— Ni lo hará. Es probable que jamás vuelva a saberse de él. Hace ya más de un año que se fue.
La sensación de pesar las dominó. Ellas, mujeres de la buena sociedad de Richmond, sentían mucho más que lástima por Elizabeth Arnold, la joven perla de la compañía, tan hermosa, tan indefensa, tan especial.
Betty había enviudado de su primer marido para casarse casi de inmediato con David Poe, un actor de segunda, hombre de buena familia que le dio la espalda al preferir él la farándula a una vida digna. Habían tenido un primer hijo, William Henry Leonard, un segundo, Edgar, y un tercero, una niña, Rosalie, apenas un año antes. La función de la noche, demostrando el espíritu solidario de los compañeros, siempre ellos, era benéfica. El señor Placide, el director, así lo anunciaba en el periódico, solicitando la asistencia de un público generoso.
Esta noche no llovía, pero lo había hecho tanto que la malaria, emergiendo de la crecida del río James, causaba estragos en la población.
La peor noche para un milagro.
— ¡Oh, Dios! —suspiró la señora Mackenzie.
— Sí, Dios, ya ves —hizo lo propio la señora Allan—. Esa pobrecilla con tres hijos mientras que otras…
— Quieres al pequeño Edgar, ¿no es cierto? —puso una mano sobre las de su compañera.
Frances Allan, de soltera Frances Velentine, sonrió con ternura.
Cuando no se tienen hijos, todos parecen hermosos.
Pero aquel ángel…
— Vamos a ver a Betty —propuso—. Quizás podamos ayudarla, procurarle consuelo».
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