In Memoriam: 20 años sin Laurence Olivier.

Actor, director y productor, Laurence Olivier, de cuya muerte se cumplen dos décadas, fue el actor que mejor interpretó a Shakespeare sobre el escenario y ante las cámaras.

Hoy, 11 de julio de 2009, se cumplen veinte años de la despedida en vida de uno de los actores irrepetibles de todos los tiempos, Sir Laurence Olivier, para quien respirar era inseparable de la interpretación, capaz de crear un universo en la palma de su mano, de transmitir con una absorbente autenticidad los sentimientos más humanos y complejos desde la impostura de la actuación, pues como el propio Olivier aseveraba: «Actuar no era otra cosa que mentir, y actuar bien, mentir con convencimiento».

Fue un autor total, versátil, considerado el mejor adaptador y actor de las obras de Shakespeare, admirado por el conjunto de su profesión – el gran Spencer Tracy llegó a afirmar que era el mejor actor de todos los tiempos- y, para muchos especialistas, el mejor intérprete en lengua inglesa que haya existido, incluso por encima de Marlon Brando. Durante seis décadas dedicadas al teatro, al cine y a la televisión, participó en más de ciento veinte piezas teatrales, en casi sesenta películas (ganó cuatro Oscar) y en quince series de televisión, pues para Olivier la vida carecía de sentido sin la magia de dirigir, producir, interpretar esas otras existencias que finalmente terminaba haciendo suyas.

Sin embargo, la vida de este ambicioso artista no sólo fue apasionante e intensa en las tablas o bajo los focos de un plató. Su biografía estuvo marcada por amores tan torrenciales y trágicos como su matrimonio con Vivien Leigh (la eterna Escarlata O’Hara de “Lo que el viento se llevó”), que parecía emular algunas de las relaciones de los personajes a los que encarnaba el propio Olivier en la ficción, sin olvidar otros pasajes más traumáticos, como los abusos sexuales que sufrió en su juventud por parte de un sacerdote en el colegio privado donde estudiaba, y que él mismo contó a Michael Munn, en unas conversaciones mantenidas entre 1972 y 1981.

El 22 de mayo de 1907, en Dorking, Surrey, Inglaterra, nacía Laurence Olivier. Desde muy temprana edad reveló su pasión y talento innato para desarrollar su carisma subido a los escenarios, cuando con sólo diez años interpretó el papel de Bruto en el “Julio César” de su idolatrado Shakespeare. Su infancia estuvo marcada por una educación férrea, tanto en su hogar, como en los internados donde estudió.

Todo bajo control. De hecho, la disciplina y la obsesión por tenerlo todo bajo control siempre fueron algo característico en su vida, ya fuera por la rígida formación paterna, un pastor protestante de talante conservador, o por la que se autoimpuso el propio Olivier, cuya pretensión iba más allá de ser el gran actor de todos los tiempos. Así, Olivier, quien perdió a su madre a los doce años, se refugió en un mundo de letras y teatro más poderoso y atractivo que la realidad hostil que le había tocado vivir.

Antes incluso de ingresar en la universidad de Oxford, Laurence Olivier ya sabía que su vocación era estudiar en el Elsie Fogerty, la escuela de Arte Dramático de Londres, donde decidió matricularse apenas un año después de cortar sus estudios universitarios. Desde el principio destacó por la intensidad de sus composiciones y por su capacidad para interpretar personajes trágicos con fragilidad, en los que se sintetizan un buen número, por no decir todas, las complejidades y contradicciones del alma humana, algo que, sin duda, emergía de los personajes de su amado William Shakespeare.

De esta forma, a finales de los años veinte debutó como actor teatral y en poco tiempo se convertía en una de las estrellas de la escena británica y del legendario Old Vic Theatre, que él mismo dirigiría algunas décadas más tarde. En julio de 1930 contrajo matrimonio con la actriz Jill Esmond, con la que tuvo un hijo, y fue durante esos años cuando da el salto al celuloide, simultaneando los escenarios con proyectos muy desiguales y desafortunados en cine, como “El carnet amarillo” (Raoul Walsh, 1931) o “Divorcio por amor” (Robert Milton, 1932), que dejaron al actor un sabor amargo y le reafirmaron la superioridad del teatro sobre el cine.

Aunque en el teatro ya había cosechado numerosos éxitos, no sería, sin embargo, hasta sus papeles protagonistas en dos filmes: el Heathcliff de “Cumbres Borrascosas” (William Wyler, 1939) y el Maxim de Winter de “Rebecca” (Alfred Hitchcock, 1940), cuando Olivier conquistara Hollywood, el mundo y, más importante, el propio actor se diera cuenta del enorme poder del cine. Desde ese momento, Laurence Olivier dominará, casi como ningún intérprete, su célebre carrera. De hecho estuvo nominado para los Premios de la Academia en doce ocasiones -no sólo como actor, sino también como director y productor-, logrando la famosa estatuilla del tío Oscar en 1948 al mejor actor y a la mejor película por su adaptación de “Hamlet”, así como un Oscar de Honor por su innovador papel en “Enrique V” (1946) y el Oscar Honorífico en el año 1978.

En realidad, su trabajo en la producción de Samuel Goldwyn -quien llegó a decir: «Yo hice “Cumbres Borrascosas”, Wyler sólo la dirigió»- le llegaría de rebote cuando Robert Maomoulian lo eliminó del casting de “La reina Cristina de Suecia”, pese al beneplácito de Greta Garbo, y Goldwyn lo llamó para que fuera la pareja de Merle Oberon en ese drama romántico de amor sublimado, en el que Olivier derrocha una fuerza de arrastre emocional arrolladora, una interpretación que podría resumirse en una línea de su diálogo: «Ahí fuera nada es real. Nuestra vida está aquí», en aquellos páramos que coronan esa casa abocada a la tragedia, por donde pulula el fantasma de Caty, el personaje de Oberon.

Con frecuencia se olvida, en el lucimiento de los actores y actrices, a los directores de fotografía, pero Laurence Olivier siempre contó con maestros de la luz, como Gregg Tolan (“Ciudadano Kane”), en esta misma película, o George Barnes, Rudolf Maté y Jack Cardiff, entre otros.

El toque del maestro. Al éxito de “Cumbres Borrascosas” seguiría el de “Rebecca”, filme con los destellos de la puesta en escena de Hitchcock, pero en el que el peso específico de los actores, Olivier y Joan Fontaine, es clave en el dramatismo de una historia que gira en torno a una ausencia que lo cubre todo. Si bien el magnetismo de Olivier es indudable, éste no hubiera sido posible sin la ingenua mirada que Fontaine aporta a su heroína. «No es usted un modelo muy fácil, su expresión cambia constantemente», le dice Fontaine a Olivier, después de dibujarlo en un escena de la película, aunque es en la secuencia de la casa del lago donde el actor inglés se expande como ese genio trágico, único, metódico, vigoroso. Según la versión oficial, Olivier trató por todos los medios que el papel de Joan Fontaine fuera para su segunda esposa, Vivien Leigh, con la que se casó en agosto de 1940, después de mantener con ella un visceral affaire.

No tardaron en actuar juntos, puesto que al año siguiente protagonizarían la película de Alexander Korda “Lady Hamilton”, en la que Olivier encarna a un heroico capitán inglés, Horatio Nelson, y Leigh, a Emma Hamilton, la joven esposa de un embajador que se enamora de él, en otro melodrama de amor imposible con el trasfondo de las guerras napoleónicas. Aunque si en esta cinta ambos derrochan una interpretación carismática, sellada por el amor contra cualquier adversidad, fuera de las pantallas su relación se definió por las contantes peleas y depresiones de la actriz, que sufría un trastorno bipolar.

En su biografía, Olivier cuenta que, el día de 1949 en que Leigh le confesó que ya no le amaba, se sintió como si le hubieran condenado a muerte. Con todo, continuaron juntos hasta 1960, cuando se divorció de ella para casarse con la actriz Joan Plowright, con quien tuvo tres hijos.

La grandeza idiosincrática de Olivier es innata, sin embargo, cuando hay un texto de Shakespeare, su genio refulge, impacta, trasmite verdad. Es el autor shakesperiano por antonomasia e, inevitablemente, otros muchos autores británicos se han mirado en su espejo, siendo el ejemplo más conocido en cine el de Kenneth Branagh.

En teatro Laurence Olivier interpretó, dirigió, produjo, diseñó un buen número de obras del bardo, mientras que para el cine adaptó “Enrique V” (1946), “Hamlet” (1948) y “Ricardo III” (1955), además de encarnar como actor otros cuantos personajes.

Para aquel momento hay que tener presente que Olivier ya había cambiado el concepto menor respecto al teatro que tenía del cine. De este modo, su particular visión deEnrique V” combina un equilibrio entre ambos medios. En un inicio, el filme iba a ser dirigido por William Wyler, pero finalmente decidió hacerlo el propio Olivier con el objeto de salvaguardar la auténtica naturaleza shakesperiana. Esta película supuso todo un descubrimiento para Olivier, que llegó a afirmar que una de las cosas más hermosas que había hecho a lo largo de su vida era dirigir una película.

Una de las “osadías” de sus adaptaciones al cine fue la eliminación de partes del original, a fin de mantener la esencia del mismo, acción que fue calificada por los puristas de herejía. En cambio, esta opción se revela un acierto y demuestra que Olivier había captado las diferencias entre las distintas expresiones artísticas del cine y el teatro. En estas tres películas, el Olivier director vuelca a las imágenes en movimiento su convicción de la respiración del texto de Shakespeare con una mirada refinada, escrutadora del fondo del espíritu del texto, al tiempo que el Olivier actor realiza unas composiciones de los protagonistas repletas de abrumadora seducción trágica.

Al margen de su fascinación por el autor de “Romeo y Julieta” – una de sus mayores obcecaciones fue acercarlo a las nuevas generaciones – Olivier, que había sido nombrado caballero en 1947 y Lord en 1971, y que, al parecer, según confiesa en su biografía, trabajó durante la Segunda Guerra Mundial para los servicios secretos ingleses en Estados Unidos con riesgo de su vida, también participó en otros muchos títulos reseñables.

De una parte, dirigió la deliciosa comedia “El príncipe y la corista” (1957), que a la vez protagonizó junto al espontáneo encanto de Marilyn Monroe. Dos maneras de actuar tan distintas como extremas. De un lado, la intuición chispeante de Monroe, de otro lado, la estudiada teatralidad de Olivier y, precisamente por ese motivo, una química a priori poco favorable se fusiona en un combate interpretativo inolvidable, sin perder de vista la elegante puesta en escena. Menos afortunada resulta la adaptación de la obra de Antón Chéjov, “Tres hermanas”, en la que se percibe cierta rigidez teatral. Sin embargo, en sus confesiones autobiográficas Olivier considera que es su mejor película como director.

Como actor su nombre se asocia a cineastas como Stanley Kubrick, en “Espartaco”, 1960, donde encarna al cónsul Craso; Tony Richarson, en “El animador”, 1960; Otto Preminger, en “El rapto de Bunny Lake”, 1965; Michael Anderson, en “Las sandalias del pescador”, 1968; Joseph L. Mankiewicz, en “La huella” 1972; Franklin J, Shaffner, en “Los niños del Brasil”, 1978; George Roy Hill, en “Un pequeño romance”, 1979, entre un largo etcétera.

En todas ellas el actor crea la alquimia o simbiosis perfecta con los personajes a los que interpreta. Por el camino, se queda su impresionante aportación al teatro y, tras su muerte, la rumorología sensacionalista sobre su bisexualidad, pues según Donald Spoto fue amante, entre otros, del también actor Danny Kaye.

Recordar a Laurence Olivier no sólo es recordar a uno de los más excelsos intérpretes de la Historia, también es recordar una forma de cine irrepetible, un conjunto de títulos eternos y una manera de actuar que te traspasa como un rayo fulgurante. Laurence Olivier fallecía a los ochenta y dos años en la localidad de Sussex, siendo enterrado con todos los honores en la Abadía de Westminster, un privilegio reservado sólo para los más ilustres, para los más grandes. De cualquier forma lo verdaderamente sorprendente era verlo sostener primeros planos, como si él dirigiera la cámara y no al revés.

Texto: Miguel Ángel Oeste. Diario Sur. 10.07.09.



Categorías:Cine, In Memoriam

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3 respuestas

  1. LEO TODO ESTO SOBRE EL Y LA VERDAD ES QUE NO DEJA DE SER FACINANTE. EN CADA PELICULA ME QUEDA LA SENSACION DE QUE FUE REAL, CADA EXPRESION TAN NATURAL…. EL ERA UNICO, ES GRANDE AUN…

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