Literatura de las aceras.

Texto: Kiko Amat. La Vanguardia.es –  22/04/2009.

 

Existe una tradición silenciada, un fantasma que no recorre Europa, y es la literatura de clase obrera, entendida como narrativa escrita sobre, para y por gente de clase obrera. Pues en el pasado, las vidas y barrios y empleos de la gente común han sido visitadas por turistas, voyeurs y taxidermistas culturales de todo tipo, pero siempre con pasaportes de otras clases, nunca con intención de quedarse, y menos aún esperando que los protagonistas de sus instantáneas fueran el público de sus obras.

 

Hasta no hace tanto, lo habitual era que las novelas sobre la clase trabajadora no estuviesen escritas por sus representantes legítimos, sino por autores de clase media-alta que decidían contarle al mundo «cómo vive la otra mitad»; repletos de buenas intenciones, eso sí.

Es un poco delicado, esto de definir quién es un autor de clase obrera y quién no. En mi opinión no es sólo el linaje, el bagaje, lo que cuenta, sino también tu público y la forma en que cuentas lo que cuentas. Por ejemplo: ¿Entras en el sorteo si eres un autor joven nacido en el extrarradio proletario de Barcelona pero escribes como una octogenaria rica de Salamanca? ¿Qué pasa si, habiéndote criado en el Vallecas de 1973, optas por ambientar tus novelas en el Belsen del 45? ¿Y qué pasa si tu padre era fontanero, pero el tono de tu debut oscila entre Matías Prats senior y La regenta? Una de esas novelas llenas de palabras que nadie en la calle pronuncia desde hace cien años, como espejo de azogue o, qué se yo, brasero.

Todas estas dudas evidencian que etiquetar a un autor con el sello de clase obrera es un embrollo infernal. Con todo, algunas claves para la clasificación de esta literatura sí pueden aventurarse: debe haber nacido en un entorno humilde (del lumpen a la baja clase media), debe utilizar un lenguaje sin pretensiones (nada pomposo, jamás buscando la aceptación de la alta cultura) y centrar su temática en el medio que la rodea, así como aspirar a ser leída/comprendida por su propia clase. Quizás estas características no formen un sólido axioma, pero es de cajón que si un autor ambienta sus novelas en la Francia de Napoleón o su prosa parece escrita en mandarín no puede considerarse literatura obrera o marginal. Esta última acepción sirve para subrayar que, independientemente de si sus protagonistas trabajan o no, deben haber crecido en un entorno de clase desposeído y suburbial, sin la capacidad pecuniaria o las influencias sociales imprescindibles para alterar el curso de sus vidas; en la clasificación, por tanto, entran también criminales y secretas, cholos y vagabundos, punks y skins.

En la Inglaterra del siglo XX, antes de la llegada del punk y sus letras sobre asco cotidiano, uno tenía que retrotraerse hacia la literatura marginal de los 40 y los 50 para encontrar palabra escrita que surgiese de, versara sobre y conectara con la gente de la calle. Los dos fenómenos artísticos con temática working class más relevantes de los años 50 y 60 serían los angry young men (John Wain, Kingsley Amis, Colin Wilson, John Osborne, Alan Sillitoe) y los equivalentes británicos de la nouvelle vague cinematográfica: free cinema y kitchen sink (Tony Richardson, Karel Reisz, Lindsay Anderson). Ambas manifestaciones, sin embargo, tendrían raíces académicas y pueden ser consideradas una mirada empática desde la clase media a la obrera, equivalente a la que utilizarían años después cineastas como Mike Leigh o Ken Loach.

Sólo un puñado de autores pueden ser considerados auténticos representantes de la literatura obrera británica: está el socialista Robert Tressell y su influyente novela de conciencia proletaria The ragged trousered philantropists (aunque terminada en 1910, no cobraría relevancia hasta su publicación sin amputaciones políticas en 1955). Tenemos a Brendan Behan, que era irlandés pero no importa (escribía en inglés, qué caramba); ex IRA, ex pintor de brocha gorda y borrachín irredento, además de persona de gran humanidad, sus dos célebres novelas biográficas sobre la vida carcelaria (Borstal boy y Confessions of an irish rebel) entran por derecho propio en la experiencia marginal.

Lo mismo puede decirse de la materia prima de donde se sacaron todas aquellas películas de fregadero con las caras de Rita Tushingham, Tom Courtenay y Albert Finney; el kitchen sink literario. Pues las novelas kitchen sink sí tienen alma asalariada: John Braine (Un lugar al sol), Stan Barstow (Esa clase de amor), David Storey (El ingenuo salvaje), o la dramaturga Shelagh Delaney (Sabor a miel) eran carne de council estate, gente común que llevaba inscrito en su ADN el ritmo de la cadena de montaje o la mina, el desempleo orgánico familiar y el hartazgo primordial de los sin-un-duro.

Está también, cómo no, el mencionado Allan Sillitoe; otro hijo de obrero no especializado, abandonó la escuela a los 14 y sólo empezó a escribir cuando, tras enfermar de tuberculosis en Malasia, la RAF le otorgó una pensión vitalicia. Sillitoe, gracias al éxito de “Sabado por la noche, domingo por la mañana” y “La soledad del corredor de fondo”, es uno de los pocos autores ingleses de origen humilde que lograría traspasar la recia malla de prejuicios del establishment literario.

Los demás autores proletarios de la primera mitad del siglo XX serían olvidados o ignorados por la élite intelectual del país. En la Inglaterra prepunk se les exigía/suponía a los autores la pertenencia a un mismo árbol genealógico; por separadas que estuviesen sus ramas del tronco clásico, no era concebible que esas ramas pudiesen haber brotado en otro árbol, otra tradición. Por supuesto, esto es una insensatez. Sería como haberles exigido a The Clash que sonaran como Mozart, sin comprender que no sólo no se parecían en nada, sino que ni siquiera formaban parte de su linaje. Eran otra cosa. Otro mundo, que no se podía juzgar con los parámetros del clásico.

London Books es una nueva editorial inglesa impulsada por John King –el autor de esos violentos pepinazos sobre hooligans y punks que han sido best sellers en el Reino Unido: The football factory, Skinheads, Human punk…– nacida para arrojar luz sobre la otra tradición. King toma como punto de partida a los escritores working class de los 80 y 90: Irvine Welsh (Trainspotting, etcétera) y los menos conocidos Ben Richards (Throwing the house out of the window), Alan Warner (Morvern Callar) y Stewart Home (69 things to do with a dead princess). Y tira hacia atrás, aduciendo que estos no sólo no brotaron de la nada, sino que formaban parte de una cultura sepultada. King ignora a los angry young men y rescata desde su editorial a las auténticas voces del margen: Sillitoe (de quien publica la semiolvidada A start in life), Gerald Kersh, James Curtis y Robert Westerby. Exceptuando al primero, los tres novelistas restantes serían ignorados por la crítica y permanecerían descatalogados hasta hoy. Los tres buscaron su inspiración en las propias raíces y arrabales; hablaron de un mundo de ex púgiles, chicos listos sin un duro, buscavidas con navajas de afeitar, contrabandistas y jazzmen heroinómanos, sastres judíos y dueños de clubs de jazz del Soho, putas y macarras, teddy boys y jamaicanos, opioadictos y alcohólicos, squatters y beatniks.

Wide boys never work (1937) de Robert Westerby retrata a los wide boys, chavales malogrados de los años 30 abiertos a cualquier experiencia delictiva: inmorales, desconfiados, agresivos y elegantes, el suyo es un mundo malcarado que ningún novelista convencional quiso tocar ni con pértiga. Night and the city (1938) de Gerald Kersh –quizás recuerden sus dos adaptaciones fílmicas– describe tanto el mundo del proxeneta como el de la lucha libre del submundo. Enmarcada en el ambiente sórdido del Soho londinense de la época, en esta obra se pinta al ponce, al chuloputas, como lo que es: no el pimp enjoyado y fardón del universo futuro (y ficticio) del rap, sino uno de los parásitos más miserables de la creación. They drive by night (1938) de James Curtis es otra de las novelas míticas del submundo de entreguerras inglés, esta vez ambientada en los cafés de carretera del extrarradio londinense y su ecosistema de camioneros, fugitivos de la ley y motoristas.

Todas estas novelas tienen en común el estar escritas con el lenguaje y argot popular de su tiempo, y están repletas de pícaros inolvidables, tuberías atascadas, paños húmedos, frío en los huesos e ineludible verdad. Aunque London Books se deja al fascinante Frank Norman (un escritor que Raymond Chandler definiría como potencialmente peligroso), es de esperar que las primeras dos novelas de ese ex convicto matasietes (Stand on me y Bang to rights) sean futuras referencias.

London Books, además, patrocina The Flag Club, una asociación literaria fundada en 1999 y que orbita alrededor de diversos pubs míticos de Londres. Funciona por invitación exclusiva, y su meta es reunir a varias generaciones de escritores proletarios – de Sillitoe a Welsh– para debatir, tajarse y canturrear canciones cockney, Small Faces o The Streets. Una cosa inspiradora, en fin, y que le llena a uno de envidia. [Continúa en La Vanguardía.es]

 



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