Maestros del infinito.

1 – Qué raro. Un año y medio sin que nadie me pregunte qué libros llevaría a una isla desierta. Y cinco desde que quisieron saber qué opinaba sobre la manía de preguntar por los libros que me llevaría a la isla desierta. ¿Qué opinaba? Dudé entre contestar con un aforismo de Lichtenberg (he notado claramente que tengo una opinión acostado y otra de pie) o recurrir al emperador Marco Aurelio: Hoy he dejado de tener cualquier tipo de opinión sobre lo que sea.

Me he pasado meses creyendo que tarde o temprano tendría que contestar a la pregunta inevitable. Cuando ésta llegara, pensaba responder que a una isla desierta iría con una antología de aforismos que me construiría yo mismo. En la isla leería un aforismo al día y, cuando fuera rescatado, echaría mano del libro para saber cuántos días pasé en la isla desierta. Por si tardaban en rescatarme, la antología tendría un número muy elevado de aforismos. Nada más terrible que se me acabara el libro y aún no hubieran venido a rescatarme, porque entendería que ya no vendrían nunca, y lo viviría lógicamente como una tragedia, escribiría yo mismo el último aforismo: «Se vive con la esperanza de llegar a ser un recuerdo«. Aunque tal vez me lo tomara todo con gran risa, que es una buena solución para estos casos. Entonces, el aforismo sería de Novalis: «A la humanidad le toca desempeñar un papel humorístico».

2- Por mucho que se discuta qué es un aforismo, éste siempre será un intento de comprimir en unas cuantas palabras el infinito, aquello que sólo puede ser evocado, pero jamás explicado. El colombiano Nicolás Gómez Dávila lo expresó con acierto: «Escribir corto, para concluir antes de hastiar». Eso explicaría este aforismo de Vilém Vok: «El que escribió el mejor aforismo del mundo vivió como una tragedia ser articulista». De hecho, Nietzsche siempre ambicionó decir en diez frases lo que otro dice en un libro.

La tarea de comprimir el infinito comporta el éxito de lograrlo -para ello son necesarias algunas palabras-, pero también el triunfo del silencio. Porque el aforismo no deja de ser un eco del silencio. Es gestado calladamente. Y luego trasladado al papel en unos instantes fugaces que el aforista Antonio Porchia percibe faltos de identidad, del mismo modo que también está ausente la identidad en lo más efímero que habita el universo, que es el hombre: «Uno no está hecho de sí mismo, pero no podría señalar de quién estoy hecho. Nadie está hecho de sí mismo».

Para que un aforismo sea auténtico y profundo tiene que ser superficial, pues no hay que olvidar que sólo lo trivial nos ampara del tedio. André Derain lo decía de otro modo: «Lo hondo, visto con hondura, es superficie». Mi lista de autores de la antología de aforismos no diferiría mucho de la selección de la revista mexicana del Fondo de Cultura Económica, La Gaceta, en su número 450. Están ahí, en mayor o menor medida, muchos de los grandes maestros de lo breve: Lichtenberg, Novalis, Kafka, Jünger… Y faltan algunos obvios, como Flaubert, Canetti, Wittgenstein, Gracián… Todos esos maestros de lo breve también lo son de lo infinito. La tendencia humana de interesarse en minucias ha conducido a grandes cosas, decía Lichtenberg, el rey de las distancias cortas.

3- Si los que hablan mal de mí supieran lo que yo pienso de ellos, hablarían de mí quinientas veces peor (Sacha Guitry).

4- Comenta Juan Villoro en su ya legendario prólogo a los Aforismos de Lichtenberg que la verdadera enseñanza de éste siempre radicó en haber escrito una obra que exige una lectura especial: «La buena literatura no es una calle de un solo sentido; el lector regresa al texto con algo que ya no pertenece al autor. Una página no está ahí para ser aprobada o rechazada. Es buena en la medida en que estimula al lector a pensar por cuenta propia». Ésta fue también la lección profunda que halló Schopenhauer en Lichtenberg, en quien vio a esa clase de escritores que piensan primero para sí mismos, a diferencia de los que de inmediato piensan para los demás.

He aquí, en tiempos de confusión en el mundo de las letras, una buena clasificación entre dos tipos de autores. Los que piensan para sí mismos, decía Schopenhauer, son los pensadores individuales, los verdaderos filósofos, mientras que los otros son los sofistas que pretenden impresionar y piensan en función de los demás.

5- De mi novela siempre dicen que es literaria, y yo me pregunto qué es una novela no literaria (Eduardo Lago en una reciente entrevista).

6- De ahí que en la isla desierta baste con un aforismo por día, y aún, porque no es mucho disponer sólo de una jornada para pensarlo. Autor y lector se complementan en la verdadera literatura. Wittgenstein: «Con mi escrito no pretendo ahorrarle a otro la tarea de pensar, sino, en la medida de lo posible, estimularle a tener pensamientos propios».

En mi antología, los aforismos que cayeran en múltiplos de siete contarían como si fueran domingos y cargarían las tintas en la ironía más festiva. No faltaría éste de Lichtenberg: «Es difícil que en el mundo haya mercancía más singular que los libros. Son impresos, vendidos, encuadernados, reseñados y a veces hasta escritos por gente que no los entiende«.

Para los días laborables contaría con Ernst Jünger: «Del gran camino no llegan noticias». Y con el argentino Antonio Porchia: «Cuando tengo algún momento de sensatez lo pierdo todo. No puede ser más evidente: un aforismo es perderlo todo».

© Enrique Vila- Matas. «Maestros del Infinito» El Pais. es20.07.2008.

Sitio oficial │www.enriquevilamatas.com

Relecturas en Babelia.



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1 respuesta

  1. Carta a Enrique Vila-Matas

    Señor Vila-Matas:

    En su artículo “Maestros del infinito”, publicado en El País (20.07.2008) y reproducido en este blog, nos informa que a la proverbial isla desierta iría con una antología de aforismos que usted mismo construiría, y que si “se me acabara el libro y aún no hubieran venido a rescatarme, […] escribiría yo mismo el último aforismo: ‘Se vive con la esperanza de llegar a ser un recuerdo’. Aquí de lo único que no nos informa es que ese último fragmento lo escribiría usted ahí pero no sería suyo, porque pertenece a Antonio Porchia.

    Más adelante usted menciona a este autor: “el aforismo no deja de ser un eco del silencio. Es gestado calladamente. Y luego trasladado al papel en unos instantes fugaces que el aforista Antonio Porchia percibe faltos de identidad, del mismo modo que también está ausente la identidad en lo más efímero que habita el universo, que es el hombre: ‘Uno no está hecho de sí mismo, pero no podría señalar de quién estoy hecho. Nadie está hecho de sí mismo’”. Resulta meritorio dar al César lo que es del César, aunque en este caso usted no cita de una de las voces de Porchia sino un fragmento de una entrevista que le hizo Daniel Barros, para la revista Vigilia (n. 6, Castelar, Provincia de Buenos Aires, abril-mayo de 1964). Esta es la pregunta y la respuesta completa:

    “—¿De qué poetas ha sentido influencias para escribir sus voces?
    ”—Cuando me encuentro, me encuentro en cualquier parte. Cualquier poeta es el poeta, el nombre no interesa. Uno no está hecho de sí mismo, no podría señalar de quién estoy hecho. La poesía une, vincula, cuando somos, somos uniones.”

    Lo extraño, y que motiva esta carta, es que usted a continuación escribe: “Para que un aforismo sea auténtico y profundo tiene que ser superficial, pues no hay que olvidar que sólo lo trivial nos ampara del tedio. André Derain lo decía de otro modo: ‘Lo hondo, visto con hondura, es superficie’”. ¿Por qué atribuir a Derain lo que no es sino otra de las voces de Antonio Porchia?

    Finalmente, un misterioso desplazamiento de comillas que hace decir a Porchia algo que no dijo. Escribe usted: “Para los días laborables contaría con Ernst Jünger: ‘Del gran camino no llegan noticias’. Y con el argentino Antonio Porchia: ‘Cuando tengo algún momento de sensatez lo pierdo todo. No puede ser más evidente: un aforismo es perderlo todo’”.

    La voz de Porchia es “Cuando tengo algún momento de sensatez lo pierdo todo”. Lo que en su texto sigue y que parece parte de esa voz por el desplazamiento de las comillas, es un agregado suyo, la frase conclusiva de su texto.

    Sin duda acierta usted en incluir a Porchia entre los autores que en lo fragmentario cifran el infinito; sin embargo, si quisiera ser fiel al espíritu de este maestro, no lo llamaría “aforista”. Y es que Porchia sentía denigratoria a la palabra “aforismo”, y así, en la sección “Notas del amanecer” del diario Clarín (abril 18 de 1990, reiterada por la misma sección en diciembre 16 de ese año) apareció esta voz con la firma de Porchia:

    “Jamás digan que escribo aforismos. Me sentiría humillado.”

    Atentamente,
    Daniel González Dueñas
    Ángel Ros

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