Texto: Andrés Ibáñez. – ABCD.es
13 de diciembre de 2008 – número: 881
Petrarca sube con su hermano al monte Ventoux, en la Provenza, y después de un ascenso agotador alcanza la cumbre, desde la que se divisa un vasto paisaje: las montañas de la provincia de Lyon, el mar que baña las costas Marsella, el ondulante curso del Ródano. Y entonces saca un librito que lleva en el bolsillo, una edición de «Las confesiones de San Agustín«, lo abre al azar y lee estas líneas: «Y fueron los hombres a admirar las cumbres de las montañas y el flujo enorme de los mares y los anchos cauces de los ríos y la inmensidad del océano y la órbita de las estrellas y olvidaron mirarse a sí mismos». Petrarca se siente sobrecogido. Es como si el libro le hablara a él directamente. «Y entonces», nos cuenta, «contento de haber contemplado bastante la montaña, volví a mí mismo mis ojos interiores?»
Corre el año 1875, o quizá el 76. Joseph Conrad es un joven marino deseoso de aventura que llega por vez primera a las «áridas y terribles» costas de Venezuela. El lugar se llama «Porto Cabello» según los recuerdos de Curle, que es quien nos transmite la anécdota. El joven marino está deseoso de ver, de conocer, y sube a lo alto de una colina en un lugar llamado Laguayra. Desde allí contempla, a una distancia de unos treinta kilómetros, la ciudad de Caracas. Y le basta esta visión, cuya brevedad a él mismo le asombrará cuando la recuerde años más tarde, para inventar el país de Nostromo, lleno de selva, de ruido, de oropel, de violencia y de oro.
Afueras de Praga. La tercera montaña le corresponde a Franz Kafka. Es el monte de San Lorenzo, que se eleva a las afueras de Praga, y cuya ascensión era, según Klaus Wagenbach, uno de sus paseos favoritos. También en sus alturas tuvo Kafka una revelación de lo que sería su literatura. Una tarde, sentado en la ladera y sintiéndose «como siempre» apesadumbrado, nos dice Kafka, se puso a repasar los deseos que tenía para esta vida, y descubrió que «el más notable o el más atractivo resultó ser el de lograr una visión donde la vida no perdiese nada de la pesada caída y el ascenso que le son connaturales, pero a la vez y sin menoscabo alguno de esa nitidez, se la descubriese como una nada, como un sueño, como una fluctuación». Vendría a ser como el deseo de ensamblar una mesa con toda la escrupulosidad del oficio y a la vez no hacer nada, pero no como para dar pie a decir: «La carpintería no significa nada para él», sino: «Para él la carpintería es carpintería cabal y a la vez no significa nada».
Petrarca subió a una montaña y descubrió que la literatura debía cantar el mundo interior. Conrad subió a una montaña y descubrió que la literatura puede cantar la inmensidad del mundo de la acción. Kafka, por su parte, subió a una montaña y tuvo la revelación de una literatura realizada con la pulcritud y la alegría del buen artesano pero que, al mismo tiempo, no significa nada y no representa nada.
Pájaro en su jaula. «Un libro no puede ocupar el sitio del mundo», cuenta Kafka en sus conversaciones con Janouch. «Eso es imposible. En la vida todo tiene su propio significado y su propia finalidad, para lo que no puede haber ningún sustituto permanente. Uno trata de aprisionar la vida en un libro, como a un pájaro en una jaula, pero no sirve de nada.»
Es posible que Kafka fuera en su vida una persona enormemente desdichada. Sin embargo, no conozco en la literatura destino más feliz que el suyo. Para Kafka la literatura era la libertad porque no estaba relacionada con la vida, ni con la vida interior de Petrarca ni con la vida exterior de Conrad. No porque su literatura no «tenga» vida (está llena de vida) ni porque sea literatura sobre literatura (no lo es), sino porque Kafka supo ver desde el principio que la literatura no puede salvarnos. Kafka no se libró del peso de la vida en su vida. Nadie se libra. Pero se libró del peso de la vida en su obra porque supo entender, ya desde el principio, que la literatura es imposible, que el intento de crear es inútil, que nada nuestro ni de los otros lograremos encerrar jamás en esas jaulas de palabras que llamamos libros. Este descubrimiento, que a Hofmannsthal le hizo enmudecer como poeta, a Kafka le llenó de felicidad y le ayudó a crear. Lezama descubrió el vacío en la última página de su obra. Kafka lo descubrió antes de iniciarla. Los dioses le concedieron la felicidad de aceptar ese vacío y de cubrirse con él como el que se tiende en el suelo en mitad del bosque y se va tapando suavemente con hojas ocres y doradas para no ser visto.
En Algún día: Tags Franz Kafka.
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Brillante reflexión sobre el sentido de la Literatura en Kafka (o el sentido que para él tenía). Dos claves importantes, el «oficio» y la imposibilidad de la Literatura (con mayúsculas).
Un placer leerlo y poder abordar esta cuestión con tu brillante erudición (y gracias por los links!!!!!).
Un abrazo.
Gracias por tus comentarios y por seguir ahí. Un abrazo y felices y tranquilas fiestas.