Las siguientes son algunas preguntas que usted se hará seguramente a propósito de los libros y a las cuales mi vida íntima con ellos me permite dar respuestas.
Libros. El Malpensante.com. Texto: Bernard Pivot. Número 90. Septiembre 2008.
¿Los libros se reproducen entre ellos? Sí, desde luego. Si no, ¿cómo explicar la presencia, sobre todo en las pilas abandonadas o en los estantes en los que la oscuridad favorece a los audaces, de obras desconocidas? ¿Quién no se ha tropezado en su casa con un libro cuyo nombre y título no evocan ningún recuerdo? Es necesario entonces explicar la reproducción. ¿Cómo, cuándo, bajo qué formas, por cuáles estratagemas? De un natural tímido, los libros son, con excepción de las obras libertinas ilustradas, de un gran pudor. Confieso no haber podido sorprenderlos nunca en sus actividades genéticas. Tal como hay que recibir con reserva mis hipótesis, incluso si las creo seriamente fundadas. A mi entender, las palabras, las frases, los párrafos e incluso capítulos enteros se hastían de pertenecer a un libro que no les agrada o en el cual se sienten superfluos o groseramente utilizados. Deciden entonces escoger la libertad y salir del volumen. Ninguna frase ha querido abandonar nunca Madame Bovary o el Viaje al fondo de la noche, es evidente. Cada palabra allí se siente bien e indispensable. Aunque las condiciones de supervivencia sean espantosas, ninguna palabra tampoco querrá escaparse del Archipiélago Gulag. Pero hay tantos libros en los que las palabras se aburren a morir. Las más valientes deciden, aisladas o en grupo, evadirse. Y cuando, alcanzadas por las descontentas de otras obras, son lo bastante numerosas como para componer un nuevo libro en el que su existencia será mejor, su emplazamiento más agradable, su sentido más afirmado, no dudan en hacerlo, siguiendo los procesos que surgen de la autocreación y de los cuales no conozco el desarrollo. Hasta el presente, los resultados, ¡ay!, no me han parecido muy convincentes. De lo que precede se concluirá que mientras más libros mediocres o inútiles hay en una biblioteca o en una librería, más elevados son los riesgos de reproducción. Las obras maestras, de las cuales las palabras rehúsan escapar, por el contrario no conocen posteridad. De ahí ese principio que conocíamos pero que no había sido demostrado nunca: la cantidad de libros es inversamente proporcional a su calidad.
¿Que si los libros tienen, como usted y yo, humores? ¡Evidentemente! ¡Es claro, por Dios, cuando una biblioteca se burla de nosotros! Arrugados, ebrios, los libros tienen el aire obstinado. Se dirían encuadernados todos en un ataque de dolor. Exhiben la arrogancia de los que saben todos los secretos del mundo y, bien apretados los unos contra los otros, desprecian la mano que se tiende hacia ellos y que va a incomodarlos. Además, los días de farra voltean la espalda, se esconden, se esquivan, no están donde la mano los creía. Ella busca, desplaza, se enerva y no encuentra. O, si encuentra, el libro se le escapa y cae. La mano se acusa entonces de ser torpe y cree que el caído lo ha hecho adrede. Y, si lo abre, va a embrollar tan bien sus capítulos y sus páginas, a acentuar la neblina de sus caracteres e incluso del papel, que no tiene ninguna posibilidad de poner el dedo sobre la cita que esperaba encontrar allí, que había además subrayado, está seguro, y que no obstante no encuentra, ¿pero por qué, Dios mío? ¡Cuánto tiempo perdido con los libros cuando están de mal humor! Por el contrario, si están en excelente disposición –eso se advierte de inmediato en su alineamiento agradable, en la suave luz que captan y que exhibe seductores los títulos, los nombres de los autores y de los editores impresos sobre sus lomos expuestos a todas las curiosidades, a su aire de alegre disponibilidad–, si están de buenas pulgas, los libros facilitan las búsquedas. Hemos incluso conocido algunos que tenían la gentileza de abrirse por sí mismos en la página en la que estaba subrayada la cita esperada, y otros, en verdad amables, que libran espontáneamente, muy rápido, dos o tres observaciones interesantes que uno no esperaba encontrar allí y de las que podría sacar provecho. Cuando los libros son simpáticos merecen –con la mano en alto y sobre toda otra criatura el título de mejores amigos del hombre.
¿Están los libros influenciados en su comportamiento por su contenido? No. No hay libro sobre el suicidio que se haya suicidado, ni libro sobre los pájaros que haya alzado vuelo, ni libro sobre la obesidad que se vuelva obeso (y si lo es, es de nacimiento), ni libro sobre la delincuencia al que haya que educar, vigilar y castigar, ni libro sobre el revisionismo que, emocionado, se haya empleado en revisar las tesis revisionistas. Los libros rehúsan todo compromiso. Se declaran inocentes de lo que han sabido hacer decir. Nunca están en una actitud que sería la consecuencia de lo que son intelectualmente. Son neutros y sin reacción. Sólo las palabras, las frases, tal como lo he explicado más arriba, pueden no apreciar la manera en que han sido condimentadas. Las más valientes o las más molestas abandonan el libro para, con otras exiliadas, crear otro libro. Pero no son más que reacciones individuales de sustantivos, de adjetivos, de verbos, etc., que no modifican la apariencia ni el tenor de la obra de la que han desertado y que sigue siendo, en el fondo, inmutable.
¿Que si los libros pueden moverse solos? Sí. La prueba es que algunos cambian por sí mismos de lugar sobre la estantería, que no se les reencuentra donde se les había puesto y que su movimiento perturba el orden alfabético. A menudo son las querellas de vecindad las que explican esos desplazamientos incongruentes. Si los libros no se tienen por responsables del lugar en el que están, algunos, no obstante, no admiten estar pegados a volúmenes notoriamente mediocres o a obras cuyos autores les parecen indignos de una cohabitación con nombre impreso sobre la carátula. Apretados los unos contra los otros, ¿cómo no van a tener reacciones epidérmicas? Ellos pueden, también, ser juguetes de pulsiones lamentables debidas a las desigualdades sociales o a las jerarquías intelectuales. (…)
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El Malpensante es una revista literaria colombiana fundada en octubre de 1996 por Andrés Hoyos Restrepo y Mario Jursich Durán, con un nombre extraído de un libro de aforismos escrito por Gesualdo Bufalino y traducido por Jursich para Editorial Norma. La editorial de dicha revista realiza además el Festival Malpensante, una serie de encuentros anuales que incluye diversas actividades culturales realizadas en Bogotá.
Desde hace unos meses está en línea la nueva página Web de la revista – Elmalpensante.com – donde se pueden leer íntegramente los contenidos de esta publicación a partir del número 73 correspondiente a septiembre – octubre de 2006. Una buena oportunidad para conocer esta publicación Colombiana con doce años de prestigio en el mercado.
Categorías:Artículos
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