Para Aristóteles, «amar era querer el bien de alguien». Stendhal distinguía entre amor-pasión, amor-gusto, amor-físico, amor de vanidad. Rilke creía que amar es dos soledades compartidas. Proust decía que el amor es una mala suerte. ¿Después de dos siglos, amar sigue siendo un no-sé-qué?
Texto de José Antonio Marina. Publicado originalmente en Etiqueta Negra. Nº 28. Marzo 2001.
El amor, por supuesto, no existe. Existe una nutrida serie de sentimientos a los que etiquetamos con la palabra amor, que está a punto de convertirse en un equívoco. Esta confusión léxica nos hace pasar muchos malos tragos, porque tomamos decisiones de vital importancia para nuestra vida mediante un procedimiento rocambolesco. Experimentamos un sentimiento con frecuencia confuso, lo nombramos con la palabra amor y, por ensalmo, la palabra concede una aparente claridad a lo que sentimos y, de paso, introduce nuestro sentimiento en una red de significados culturales que imponen, exigen, o nos hacen esperar del amor una serie de rasgos y efectos que acaso ni siquiera sospechábamos.
Parecería más sensato esperar a ver qué sale de nuestro sentimiento para saber si era amor y qué tipo de amor, o si era algún otro sentimiento emparentado.
Acabo de leer en un periódico la siguiente frase: «La obliga a hacer el amor amenazándola con una navaja». Proust consideraba que el amor es una mala suerte. Rilke lo define como dos soledades compartidas. ¿Hay forma de saber de qué hablamos cuando hablamos de amor? Solemos precisar ese vago sentimiento añadiendo alguna calificación: amor maternal, a la naturaleza, a la patria, al dinero, al arte. ¿Hay algo común entre todos estos sentimientos? ¿Existe un sentimiento que pueda dirigirse a las personas, a los vivientes, a las cosas?
En mis cursos de filosofía de bachillerato suelo dedicar una clase a estudiar los criterios para saber si uno está enamorado. Lo hago antes de hablar de filosofía de la ciencia, uno de cuyos temas importantes es el de los criterios de verdad. ¿Cómo se sabe que una proposición científica es verdadera? En la vida corriente también usamos criterios de verdad a diario, y me parece interesante que mis alumnos aprendan este uso minúsculo, humilde, franciscano, definitivo, del saber. Saber lo que pasa en mi vida y en mi calle es más importante que saber lo que ocurre en el corazón de Venus (el planeta).
¿Cómo sabe usted que ama algo o alguien? La primera respuesta sería, posiblemente: el deseo me indica cuál es el objeto de mi amor. El amor es una tendencia a la posesión. La dificultad está en saber en qué consiste la posesión. Respecto de los objetos no hay ningún problema: poseer es la capacidad de usar o destruir una cosa. No parece que este significado sirva para aclarar lo que significa el amor, pero tendremos que hablar de otros modos más sutiles o más crueles de posesión. Por ejemplo, la relación entre posesión sexual y crueldad que se da en las prácticas sádicas nos muestra cómo se pueden complicar y alterar los sentimientos.
Aunque el amor como deseo puede dirigirse a personas, animales o cosas, voy a referirme únicamente al amor en sentido estricto, que es un sentimiento que encuentra su mayor complejidad y plenitud cuando se dirige a seres humanos. Una de las características que vamos a descubrir es que el sentimiento amoroso puede darse en distintos niveles, y que por lo tanto, al haber solo una palabra, siempre va a resultar equívoca si no la precisamos de alguna manera. Stendhal distinguió varios tipos de amor: amor-pasión, amor-gusto, amor-físico y amor de vanidad. Nuestro análisis va a ser distinto porque, por ahora, estamos intentando solo contestar a una pregunta: cómo sabemos que queremos a alguien.
Los griegos antiguos distinguieron el amor como deseo del amor y como amistad. Llamaron a uno éros y a otro philía. Cuando el eros se refería a personas, se entendía como deseo sexual. Sólo amaba eróticamente el que deseaba, no la persona deseada. Ésta, en todo caso, «respondía al amor» y, para expresarlo, los griegos usaban la palabra anterao. El amor era unidireccional.
La otra familia léxica expresa el amor de cariño o amistad. Se distinguía del erótico, aunque, a veces, para unirlos después. En Troyanas, Eurípides dice refiriéndose a Menéalo cuando recobra a Helena: «No hay amante (erastés) que no tenga cariño (philía) de por siempre». Platón, en el Lysis, niega que el que ama (erai) no tenga afecto (mé philein). En el Eutidemo, los phíloi, los queridos de un efebo, son aquellos a quienes se dirigen sus deseos: erastai.
El eros se presenta como «locura», es una fuerza irracional. El hombre se siente esclavizado, es una manía, una locura enviada por Afrodita y Eros. Una de las fuerzas oscuras que llegan al hombre desde un mundo misterioso y lejano, y se encarna en el enamorado, como otras locuras se encarnan en el guerrero, el poeta, el adivino, el chamán. Safo invoca a la diosa «trenzadora de engaños», y le pide: «No esclavices, señora, mi corazón con angustias y penas». El enamorado provoca admiración y miedo. Demuestra debilidad porque no sabe controlar las fuerzas extrañas que se apoderan de él. Se le perdona por ello más fácilmente que a las mujeres. Hay una misoginia griega, un temor hacia la seducción femenina, que aparece en el mito de las danaidas y de las amazonas. El matrimonio es la terapéutica que la sociedad griega inventó contra ese dominio del eros sobre las mujeres y, a través de ellas, sobre los hombres.
Esta sociedad separó el placer del matrimonio, en el que no había cortejo, no había atención a los sentimientos individuales. Éstos se reservaban para las heteras y los efebos. Se decía que el matrimonio había sido inventado por el mítico rey de Atenas, Cécrope, que lo instituyó para evitar el sexo libre y para que pudieran conocerse los padres y los hijos. Iba, pues, contra la promiscuidad femenina y contra el peligro que representaba para los hombres, según la concepción en boga, la inestabilidad emocional de las mujeres, su carácter errático e irracional. En el matrimonio, el sexo pasa a ser «trabajo» (érgon), deja de ser «juego» o «diversión» (pauignia, térpsis).
En Atenas, pues, encontramos en la época clásica una situación dentro de la cual el erotismo, y en términos generales el amor, sólo encontraba prácticamente un lugar fuera del matrimonio. Los filósofos medievales, que meditaron mucho sobre estas cuestiones, distinguían tres momentos en la experiencia amorosa: el amor, el deseo y la fruición. Es decir, organizaban los elementos de manera distinta de cómo lo hacían los griegos y, a mi juicio, más perspicaz.
Por de pronto, incluían todo el proceso amoroso dentro del dinamismo humano, en el campo apetitivo, tendencial. El amor era para ellos la contemplación de un bien, la percepción del atractivo de una cosa o de una persona. Era esta contemplación la que despertaba el deseo, que es el aspecto dinámico del amor. Sólo la falta de documentación de lo psicólogos actuales les ha impedido reconocer en estos filósofos unos antecedentes claros de su teoría. La percepción amorosa es el equivalente a la evaluación cognitiva que ellos tienen que admitir, con toda razón, como antecedente de las experiencias sentimentales.
La experiencia vivida de un bien era para estos filósofos el fin de un movimiento anterior –la necesidad o la tendencia–, y el comienzo de otro movimiento nuevo: el deseo. Con esto podían introducir el deseo no sólo dentro del amor sexual, sino de todos los demás amores, porque es evidente que cada tipo de amor despierta un tipo de deseo, que no tiene por qué ser posesivo. El amor de la madre hacia el niño es un deseo de cuidarle, de colaborar con su felicidad de verle contento; el deseo despertado por la amistad, como señaló Aristóteles, es el de hablar, compartir las cosas, divertirse juntos. Cada uno de estos deseos tiene su forma de satisfacerse, que es lo que llamaban los filósofos escolásticos fruición.
Así pues, de poco nos sirve relacionar el amor con el deseo si no precisamos el tipo de deseo a que nos referimos, y en qué momento del proceso lo situamos. Tenemos, pues, que buscar un criterio que complete éste. No hay amor sin algún tipo de deseo, pero es arbitrario decir que cualquier tipo de deseo puede considerarse amor. El caso de Sartre confirma lo que he dicho. Hace consistir el amor en un tipo de deseo que convierte el amor en un imposible. Sartre dice que el amor quiere cautivar la conciencia del otro. Hay, pues, un afán de posesión o de poder.
Pero la noción de propiedad, por la que tan a menudo se explica el amor, no puede ser primera. El amante no desea poseer al amado como posee una cosa: esa sería una versión brutal de la posesión como consumación material de cualquier deseo. No quiere tampoco un sometimiento total de autómata, sino que reclama un tipo especial de apropiación: quiere poseer una libertad como libertad. Tampoco se satisface con un amor que se diera como pura fidelidad a un juramento. El amante pide el juramento y a la vez ese juramento lo irrita.
Sartre pone toda su capacidad dialéctica en describir este amor, mostrando su absoluta imposibilidad. Basados en el afán de posesión, sólo alcanzamos una intranquilidad celosa como la del héroe de Proust que instala a su amante en su casa, para verse así libre de inquietud. Sin embargo, está continuamente roído por cuidados angustias porque Albertina escapa de Marcel, aun cuando este la tenga continuamente a su lado, en total dependencia material. Nunca se puede poseer por completo una conciencia ajena. Marcel sólo conoce tregua cuando Albertina está dormida. Un magnífico poema de Vicente Aleixadre cuenta lo mismo:
Hermoso es el reino del amor,
pero triste también.
Porque el corazón del amante
triste es en las horas de soledad,
cuando a su lado mira los ojos queridos
que inaccesibles se posan en las nubes ligeras.
La conclusión del poema es pesimista: «Todo conspira contra la perduración sin descanso de la llama imposible». A esta misma conclusión tiene que llegar forzosamente Sartre.
Continuaré mi interrogatorio. ¿Por qué otros síntomas reconoce el lector que quiere a una persona? Hay, sin dudad, un interés especial hacia ella, que en el caso del enamoramiento resulta muy evidente. Ortega decía que el enamoramiento es, por lo pronto, un fenómeno de la atención. Cuando la atención se fija más tiempo o con más frecuencia de lo normal en un objeto, hablamos de manía:
«Yo creo que el enamoramiento es un fenómeno de la atención, un estado anómalo de ella, que en el hombre normal se produce. En su iniciación no es más que eso: atención anómalamente detenida en otra persona. Si esta sabe aprovechar su situación privilegiada y nutre ingeniosamente aquella atención, lo demás se producirá con irremisible mecanismo».
Recuerdo al lector que uno de los sentimientos más elementales y básicos es, precisamente, el interés, y que he llamado atencionalidad de la conciencia a nuestra primera relación con los objetos valiosos. Lo que dice Ortega es verdad, pero todavía no es un criterio suficientemente claro. Nuestra atención puede ser absorbida por todo tipo de obsesiones, preocupaciones, fascinaciones y vértigos que, ciertamente, pueden confundirse con el amor pero que sólo significan la profunda implicación del sujeto en un acontecimiento.
María Eugenia, la sobrina de don Nepomuceno Carlos de Cárdenas, se había educado en un convento de Extremadura, cercano a la raya de Portugal. Entre las alumnas había corrido una copia manuscrita de unas apasionadas cartas de amor, prohibidas por la censura, escritas por una tal Mariana de Alcoforado, monja portuguesa casi adolescente que, a mediados del siglo XVII, se enamoró violentamente de un joven oficial francés, Noël Boston, llegado a Portugal con las tropas de Luis XIV. Fue un amor desdichado, porque el oficial francés, después de seducir a la muchacha, volvió a su país, del que nunca regresó.En una de sus cartas, contaba cómo había comenzado todo.
«Desde aquel mirador te vi pasar, con aires que me arrebataron, y en él estaba el día en que comencé a sentir los primeros efectos de mi desatinada pasión. Me pareció que deseabas agradarme, si bien aún no me conocieses. Supuse que reparabas en mí, distinguiéndome entre las demás compañeras. Imaginé que, cuando pasabas, apetecías que te viese y admirase tu destreza y garbo al hacer caracolear el caballo. Me asustaba si le obligabas a ejercicios difíciles. En fin, me interesaban, en lo más mínimo, todos tus pasos, todas tus acciones. Sentía que ya no me eras indiferente y participaba en cuanto hacías. ¡Ay! Harto conoces lo que se siguió a estos comienzos».
La misma Mariana Alcoforado cuenta lo que sucedió:
«Me acabaste con la porfía de tus galanteos, me embrujaste con tus finezas, me rendiste con tus juramentos, me dejé arrebatar por tus palabras». Ahora que ya sabe el cruel desenlace de sus amores, se recrimina porque «me pareciste digno de mi amor antes de que me dijeses que me amabas, me mostraste una gran pasión, me sentí deslumbrada, me arrebató mi violenta inclinación. Sin cuidar a valerme de todo valor y sin intentar saber si hubieras hecho por mí algo extraordinario».
María Eugenia había sentido el mismo súbito interés cuando vio a su tío en el puerto de La Habana. Le vio subir por la pasarela del barco, nada más atracar, seguido de varios criados muy peripuestos. Vio que el capitán se acercaba respetuosamente a saludarle y comprobó por unos breves comentarios que entre ellos había alguna relación de negocios. Tal vez asuntos de piratería, pensó. Fueron demasiadas emociones confabuladas: el mar turquesa, el calor, la piel brillante de los esclavos negros, la flagrante luz, la euforia de haber llegado, la casaca de hilo blanco que vestía su tío, la libertad, la lejanía. El Nuevo Mundo palabra por palabra.
Luego, durante el viaje, desde el coche que la llevaba, tirado por caballos de color negro que supo traídos de España en un barco que a punto estuvo de naufragar, le vio cabalgar a su lado durante todo el trayecto. Ahora, meses después, embriagada de amor y de trópicos, se preguntaba si ella sería capaz de hacer algunas cosas extraordinarias por su tío, como la monja portuguesa. Su temperamento tenía poco que ver con el de Mariana Alcoforado, en quien encontraba cierta pasión por el sufrimiento. En el internado había discutido violentamente con sus compañeras la frase final de la primera carta de la monja: «Ámame siempre, y haz padecer más a tu pobre Mariana». A ella, esta resignación, que admiraba tanto a sus compañeras, le pareció una majadería enfermiza y casi un pecado. «Yo no estoy dispuesta a demostrar mi amor sufriendo, sino todo lo contrario», se decía sin entender muy bien lo que decía.
Hay una frase castellana muy expresiva: «Le tiene sorbido el seso», que se emplea en situaciones que tienen que ver con el amor, como la seducción o cualquiera de sus modalidades, pero que no pueden confundirse con él. Ni siquiera a mí, que aprendí el amor en los boleros, oyendo aquello de «amor es un algo sin nombre que obsesiona a un hombre por una mujer», me resulta creíble. Debemos, pues, concluir que hay en el amor un interés desmesurado por el objeto amoroso, pero que no todo interés desmesurado es amor.
La importancia que tiene esta intensificación del interés da origen a muchos espejismos amorosos, porque el sentirse interesado en algo es una tensión que libera del tedio, un premio al que casi todo el mundo responde alborozado. Estamos dispuestos a entregar nuestro corazón a cualquier situación o persona que intensifique nuestra vida.
¿En qué consiste esta intensificación? Es una buena y complicada pregunta. La vida intensa supone un abrillantamiento de las cosas, la aparición de valores claros, bien definidos, absorbentes en todas las situaciones. Y también una euforia, el vuelo del tiempo, la ligereza, el olvido de los pequeños disgustos y baches de lo cotidiano. La intensidad no tiene por qué ser agradable: en unas encuestas realizadas después de la Segunda Guerra Mundial, los encuestados reconocían que en los tiempos de la guerra habían tenido una intensidad que, una vez pasada, despertaba en ellos una cierta melancolía.
La llamada de la aventura es la promesa de una intensificación de la vida. También intensifica la ruleta rusa, el asalto a bancos, el juego de la bolsa y muchas cosas más. El amor procura una experiencia intensa, pero no toda experiencia intensa es amor.
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Si el deseo no es suficiente criterio, ni tampoco el interés, ni la intensidad, ¿por dónde seguirá buscando el lector? Mis alumnos suelen buscar siempre en el mismo sitio y decir que se quiere a una persona cuando su ausencia o lejanía provoca tristeza. A pesar de todo, la eficacia de este criterio resulta precaria. Se puede sentir una gran nostalgia por lo mismo cuya presencia nos desagradó.
«¡Mademoiselle Albertina se ha marchado!», así comienza Marcel Proust La fugitiva. Durante cientos de páginas nos ha contado que ya no amaba a Albertina, que solo la soportaba por la molestia que le producía. «Hace un momento, analizándome, creía que esta separación sin habernos visto era precisamente lo que yo deseaba, y, comparando los pobres goces que Albertina me ofrecía con los espléndidos deseos que me impedía realizar, había llegado, muy sutil, a la conclusión de que no quería volver a verla, de que ya no la amaba. Pero aquellas palabras –“Mademoiselle Albertina se ha marchado”– acababan de herirme con un dolor tan grande que no podría, pensaba, resistirlo mucho tiempo».
Para Proust es el dolor de la ausencia lo que nos revela la profundidad de los sentimientos. Estos es verdad, pero lo que no está tan claro es a qué sentimientos se refiere. Porque puede ser la desaparición de un hábito, la alteración de las costumbres establecidas, la vanidad herida, la pérdida de una posesión, un vago sentimiento de inseguridad, componentes sin duda del amor pero que puede también acompañar a otros afectos, incluido el odio. Hay en el torturador una ligazón con su víctima, a la que no quiere perder porque en esa relación cruel, en ese contramor, en ese amor negro, encuentra justificada su vida o exaltada su ambición de poder. Podemos concluir que la tristeza por la ausencia es una característica del amor, pero que no toda tristeza motivada por la ausencia es amor. Al parecer, los criterios que descubrimos son más seguros en lo que niegan que en lo que afirman. Tenemos que seguir buscando.
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El siguiente criterio parece definitivo: siento que amo a una persona por la alegría que experimento cuando está presente. Esta fue la definición que Spinoza dio del amor: «El amor es una alegría acompañada por la idea de una causa exterior». Ahora sí que parece que hemos dado en el clavo y con la clave. Si la alegría es la experiencia de que mis proyectos y fines se van realizando, amar a una persona es darse cuenta de que ella constituye la realización de mis metas, de que resulta imprescindible para la consecución de mis anhelos. Por eso ocupa un papel tan importante en la vida del amante: es su culminación.
Lo único que no me deja tranquilo es que una persona tan perspicaz como Kant ponía el amor en todo lo contrario. Amar no es el sentimiento que me une a aquellos que son imprescindibles para mis fines, sino que amo a una persona cuando sus fines se vuelven importantes para mí. En el concepto spinoziano de amor hay todavía un protagonismo del Yo, del amor propio, que necesita ser aclarado porque a veces coexiste con sentimientos muy poco amorosos.
Un sádico puede sentir una gran alegría al someter a su víctima. Tal vez se reconozca irremediablemente sometido a su influjo y hasta es posible que cumpla todos los demás criterios amorosos –interés, intensidad, desdicha por su ausencia, placer por su presencia–, pero la satisfacción tiene su origen en el sufrimiento de la otra persona. Y eso sólo puede llamarse amor si estamos dispuestos a confundir para siempre su significado.
Hay un efecto del amor más profundo que la alegría. Me refiero a esa plenitud un poco vaga que expresamos con frases tópicas como «da sentido a mi vida», «justifica mi existencia», y cosas así. Le dejo a Sartre que se lo cuente.
Para Sartre la relación con el Otro aparece en la mirada, y en la mirada amenazante, sobre todo. El prójimo me mira y como tal retiene el secreto de mi ser. Sabe lo que soy. Así, el sentido profundo de mi ser está fuera de mí, aprisionado en una ausencia: el prójimo me lleva ventaja. Este comienzo, que reduce el amor al amor de un avergonzado ontológico, lleva a un callejón sin salida, porque ante la capacidad del prójimo para anular mi propio ser sólo cabe adoptar dos posturas: volverme contra el prójimo, para, a mi vez, hacerle depender de mi mirada, o intentar asimilarme su libertad. Esta es la solución amorosa. El amor va a librarme de la vergüenza, del miedo, del absurdo, de esa relación conflictiva que es siempre la relación con los demás.
Así se produce la gran transmutación, el gran sosiego:
«En vez de sentirnos, como antes de ser amados, inquietos por esa protuberancia injustificada e injustificable que era nuestra existencia, en vez de sentirnos de más, sentimos ahora que esa existencia es recobrada y querida en sus menores detalles por una libertad absoluta a la cual al mismo tiempo condiciona y que nosotros mismos queremos con nuestra propia libertad. Tal es el fondo de la alegría del amor, cuando esa alegría existe: sentirnos justificados de existir».
Para Sartre, este hermoso panorama es un espejismo, y la razón que da es muy curiosa. Para que el amor de otra persona justifique nuestro ser, debe mantenerse como subjetividad no complicada, como un ojo divino que desde su lejanía nos justifica amorosamente. Pero he aquí que ese ser amante, si verdaderamente ama, quiere ser, a su vez, amado. Y esto, a Sartre, le parece contradictorio:
«Yo exijo que el otro me ame y pongo por obra todo para realizar mi proyecto; pero si el otro me ama, me decepciona radicalmente por su amor mismo; yo exigía que fundara mi ser como objetivo privilegiado manteniéndose como pura subjetividad frente a mí; y desde que me ama, me experimenta como objeto y se abisma en su objetividad frente a mi subjetividad».
Sospecho que Sartre fue un impostor.
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Todos los sentimientos de que he hablado tienen que ver con el amor, pero dejan de lado el aspecto más sorprendente e innovador, el que introduce un cambio radical en el sistema dinámico de nuestra afectividad. Aparece un descentramiento colosal, injustificado, que hemos de considerar un fenómeno originario y fundamental, ya que no puede derivarse de otro. El caso es que la persona amada comienza a ser valorada por si misma, con independencia de los efectos que causa en el amante. No es ya que, como decía Spinoza, el amante vea en la otra persona la causa de su alegría o felicidad. Es algo más: desea, necesita, aspira a la felicidad de la otra persona.
Ortega lo subrayó con su elocuencia más rebuscada:
«Ahora entrevemos en qué consiste esa actividad, esa como laboriosidad que, desde luego, sospechábamos en el odio y el amor, a diferencia de las emociones pasivas como alegría o tristeza: el amor, en cambio, llega en esa dilatación visual hasta el objeto y se ocupa en una faena invisible, pero divina y la más actuosa que cabe: se ocupa en afirmar su objetivo. Piensen ustedes lo que es amar al arte o a la patria: es como no dudar un momento del derecho que tienen de existir; es como reconocer y confirmar en cada instante que son dignos de existir. Odiar es sentir irritación por su simple existencia. Amar una cosa es estar empeñado en que exista; no admitir, en lo que depende de uno, la posibilidad de un universo donde aquel objeto esté ausente».
Ha aparecido la gran novedad sentimental que no se puede derivar de ningún otro sentimiento. Como dijo Aristóteles, «amar es querer el bien para alguien». Éste es el último criterio del amor, que es distinto de los demás. Los otros, de una manera o de otra, beneficiaban al sujeto, mientras que ahora es el objeto amoroso el beneficiado. Hay, pues, dos direcciones distintas del amor, una que comienza en la necesidad del sujeto, que hace aparecer el objeto amado como valioso, y otra en que el objeto valioso se destaca con una gran autonomía, que aparece, sin embargo, solo en el sentimiento. Es, por lo tanto, un sentimiento que concede la gran libertad.
Ambas direcciones del amor se dan en la infancia. El niño necesita a su madre, se alegra con su presencia, acude a su amparo, quiere estar protegido por su afecto. El amor de la madre hacia el niño es distinto. No se puede decir en estricto sentido que necesite de él, que le quiera porque le proporciona a ella la felicidad, sino que lo más característico de ese amor, su movimiento más fundamental, quiere precisamente, la felicidad del niño.
Los investigadores que han estudiado la empatía han comprobado que el desligamiento del amor aparece poco a poco en la vida del niño. Hoffman ha distinguido varias etapas en este desarrollo. A los pocos días de vida, el niño siente el malestar contagiado al experimentar el malestar de otro niño. Todo parece indicar que el niño siente su propio malestar, no el del otro. Después comienza a sentir una simpatía más descentrada, prosocial, que va a hacer que se interese por el bienestar de otra persona. Es este fenómeno el que posteriormente va a favorecer o intensificar la educación, reuniendo otros varios sentimientos que afirman con energía los valores del objeto. Por ejemplo, la admiración o la experiencia estética parecen sentimientos muy poco subjetivos, ya que el protagonismo lo lleva la propia prestancia de la cosa. Al hablar de la experiencia estética tendemos a verla como una mera contemplación del objeto bello, y lo mismo sucede en la admiración. En la relación amorosa también aparece la definitiva independencia de los valores del ser amado respecto del sentimiento. El amante ve con claridad en la persona amada las razones de su amor. Por eso experimenta su amor como un destino irremediable.
Cada uno de los niveles amorosos que he señalado –el deseo, el dolor de la ausencia, el gozo en la posesión, la afirmación de la existencia ajena y la necesidad de su felicidad– pueden llamarse, sin duda, amor, sabiendo que sólo el nivel último, que integra a los demás, alcanza la totalidad de la experiencia. Se trata de una experiencia integradora y por ello muy compleja.
Cuando la persona amada alcanza esa autonomía asombrosa, aparece otra característica del amor que Sartre también contó, aunque de manera sesgada. Quien emerge de ese sentimiento es un ser dotado de una cualidad muy especial. El sujeto quiere ser querido por esa persona. Pero solamente después de alcanzar, en el propio sentimiento, su autonomía. El sujeto quiere ser amado precisamente por esa persona libre, independiente, valiosa en sí. Surge así un carácter contradictorio del sentimiento: amar, entre otras cosas, significa querer ser amado. Si hacemos una sustitución en la frase –parecida a las que se hacen en matemáticas– aparece un fenómeno muy curioso. Atienda el lector para no perderse en el trabalenguas.
Hemos quedado que «amar = querer ser amado». Si sustituimos esta palabra, resulta que «amar = querer que el otro quiera ser amado por mí». Si todavía realizamos otra sustitución, tenemos que «amar = querer que el otro quiera que yo quiera que el otro me ame». Así podemos llegar a un círculo interminable de solicitaciones de amor. El sentimiento se introduce en un juego interminable de espejos paralelos, que Sartre consideraba como prueba de imposibilidad, pero que también puede interpretarse como prueba de perduración.
De «El laberinto sentimental«, Anagrama.
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Decía Swan : «¡Y pensar que he desperdiciado años enteros de mi vida, que he querido morirme, que he sentido el amor mas grande por una mujer que no me gustaba, que no era mi tipo!».
Yo me voy a París…
Alguien!!
Espero que hayas pasado un día estupendo este 14 de Febrero!!
En México, todo febrero es mes del amor
una postal para ti Alguien
Un Abrazo!!
Todos los sentimientos escapan de la descripción verbal o escrita. Esta incapacidad es la gran derrota del lenguaje. Por eso es que utilizamos metáforas, comparaciones, acercamientos, qué sé yo.
Pero, cuando se siente, cuando se está enamorado, lo último en lo que uno piensa es en encontrar las palabras apropiadas para describirlo.
Que viva el amor.
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Completamente de acuerdo; Y ni siquiera existe de madres a hijos o de padres a hijos. No es necesario irse a extremos cotidianos y que todos conocemos. Sencillamente es una falacia: madres que desprecian, abandonan, insultan, cercenan a sus hijos, hasta en los hogares más pudientes y mejor intencionados.Por supuesto que el amor entre parejas existe menos aún. Es un negocio televisivo, cinematográfico y novelístico. la realidad es deprimente al respecto, Con 47 años que tengo y dos basuras de parejas a mis espaldas, el desprecio de mi madre y de algunos de mis hermanos, estoy en condiciones de afirmar que el amor es una patraña estúpida en la que se cree siendo adolescente, abrumado por tanta literatura al respecto, hasta en los cuentos de hadas se empieza con la mentira. Pero un adulto medianamente normal sabe muy bien que es mentira. En este mundo hay de todo menos amor, desgraciadamente.
Se me olvidaba decir que a los únicos seres que he amado verdaderamente han sido perros. Ese es el único amor que he encontrado verdadero, aparte de mi amor por la filosofía.