Historia de una obsesión.

Desde hace años tengo serios problemas con la ubicación de los libros, los discos y las películas. Jamás me he bajado una película de Internet. No lo hago por honradez sino por fetichismo. Las consecuencias de este afán por atesorar tales objetos me obligan a cambiar de casa constantemente. Mi gran problema es el espacio, porque el saber ocupa lugar no sólo en la mente sino en el propio hogar. Me ocurre como a Peter Kien, el bibliófilo de la novela “Auto de fe” de Elias Canetti, que acaba cubriendo las ventanas de su casa con estanterías en su intento desesperado por encontrar nuevos espacios para colocar sus libros. Kien es un auténtico hombre-libro. No permite que nadie toque ni un solo volumen y mucho menos que ose cambiarlo de sitio. El personaje de Canetti es capaz de encontrar cualquier título con los ojos cerrados. Yo me he convertido en una especie de Kien. A veces pienso en que mi casa también se incendia, como sucede en la novela, y que todos mis libros se convierten en ceniza. Este pensamiento me deprime. ¿Qué haría yo si mi pequeño y confortable mundo desapareciera? He compartido mi vida con todos esos libros. Nadie ha estado conmigo tanto tiempo como Conrad, Stevenson y Melville. No puedo imaginar mi vida sin ellos.

En más de una ocasión he pensado en que padezco el síndrome de Diógenes. La diferencia es que yo no me rodeo de basura sino de sabiduría y fantasía. También me viene a menudo a la cabeza la idea de los hombres-libro de “Fahrenheit 451”, la novela fabulosa e inquietante de Ray Bradbury en la que un cuerpo de bomberos rastrea, persigue y elimina a los disidentes que conservan y leen libros. Los bomberos en vez de apagar incendios se dedican a quemar libros. Fahrenheit 451 es la temperatura a la que el papel se enciende y arde. Los amantes de los libros de la novela de Bradbury huyen a un lugar poblado por hombres-libros. Cada uno de los habitantes de ese lugar memoriza un libro y se lo transmite a otro habitante más joven para que el libro no desaparezca nunca. Me consuela comprobar que los libros son mucho más pequeños que la más pequeña de las personas. No me imagino una casa repleta de hombres-libro que deambulan por las habitaciones recitando novelas. Al menos un libro siempre está quieto y ocupa poco espacio. El problema es la abundancia. Hace algún tiempo se me ocurrió escribir un artículo en el periódico en el que afirmaba que estaba dispuesto a regalar todos mis libros y películas porque condicionaban mi vida. Fue un momento de agobio y debilidad. Enseguida me di cuenta de que era incapaz de concebir la vida sin su compañía. Pero por un instante había decidido regalarlos para sentirme libre. Al día siguiente comencé a recibir llamadas desde primera hora de la mañana. Me llamaban no sólo los amigos sino también los lectores. Me preguntaban que si era verdad lo que decía en el periódico y que cuándo podían pasar por mi casa para recoger algún libro, algún disco o alguna película. Me di cuenta de que era incapaz de desprenderme de nada. Mi reacción fue la misma de esas parejas que se enfadan y dicen cosas que luego son incapaces de cumplir. Yo nunca podré abandonar a mis compañeros de siempre. Esos libros que permanecen quietos y callados y que no hacen otra cosa que darme satisfacciones.

También he de confesar que desde que leí “Primer amor”, de Samuel Beckett, me invade el secreto temor de que los libros me están arrebatando espacio; como le ocurre al protagonista del relato con la mujer que vive con él, la mujer que amó un instante y que más tarde se unió a ella con el único propósito de acabar con una obsesión. Ella va tomando posesión de la casa y arrinconando a su pareja hasta conferirlo a un pequeño cuarto repleto de trastos. Entonces me imagino que los libros están vivos y se mueven como hombres-libro y me van acorralando, igual que hace la mujer del relato de Beckett con el hombre que vive con ella, hasta que los libros toman posesión de la casa y yo me quedo inmóvil en un rincón del cuarto.

La historia de un amor es la historia de una obsesión y sus consecuencias. Mi amor por los libros está produciendo ya sus consecuencias. Lo mismo que Kien, yo también me mantengo cada vez más apartado del mundanal ruido y vivo por y para la lectura. Hace tiempo que dejó de interesarme la vida real. Cuando salgo a la calle me comporto como el protagonista de la novela que estoy leyendo en ese momento. Mientras estoy encerrado en casa no hago otra cosa que leer y ver películas. Al principio sentía remordimiento por el hecho de no participar en ninguna labor social y gastar el dinero en mi propio beneficio sin pensar en los demás. Pero he llegado a la conclusión de que yo no soy una persona de carne y hueso sino un hombre de papel. Algún día me convertiré en ceniza como los libros de Fahrenheit 451. Quizá por eso cuento mi biografía. La historia de un pobre iluso que mantiene la esperanza de que alguien memorice los recuerdos de su paso por este mundo, como hacen los hombres-libro, y al cabo del tiempo, cuando todo haya acabado, convierta en palabras la historia de mi vida.

He dicho antes que un libro es mucho más pequeño que la persona más diminuta del mundo, sin embargo yo quepo en un libro. Cada día me introduzco en alguno y vivo dentro de él. Mi gran ilusión es perderme en las páginas de uno de esos mundos maravillosos que tanto me atraen. También he de confesar que hay libros que me dan miedo y me producen insomnio. Nadie me comprende cuando cuento estas cosas. Al final he acabado asumiendo mi obsesión y sus consecuencias. Ahora he de callarme. Creo que los libros han descubierto que sospecho de ellos, de su humanidad, y vienen despacio hacia mí.

Texto: José Antonio Garriga Vela. Historia de un deicida – Diario Sur – 20.02.2009. 



Categorías:Andanzas

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6 respuestas

  1. Lo de la fantasía literaria y adoptar roles interpersonales y novelescos debe ser muy común para aquellas personas que se absorven de esta manera.
    A mi me pasa,y admito que la vida es mucho más divertida y a la vez compleja de esta manera.

    Te sigo Garriga.Abrazos.

  2. A veces uno llega al punto de no querer que existan las cosas que nos distraen de la lectura. Personalmente, yo reniego contra mi mente por no tener la suficiente capacidad de análisis y concentración que quisiera. Je. Pero supongo que en eso radica el placer de la lectura.
    Muy, muy, muy buen post. Digno de ser releído varias veces. Palmas y pulgares para usted.

  3. Esa sensación (no se me ocurre otra forma de referirlo) de que estamos observándonos a nosotros mismos mientras realizamos una acción , -pasear por la calle sintiendo que se es el protagonista de la novela que se esta leyendo en ese momento-, dice (escribe) Castilla del Pino que se trata de un delirio (en su obra «El Delirio , un error necesario»), el delirio de duplicidad.
    Creo reconocer la intención de trasmitir esta sensación (otra vez) en Huston cuando en Dublineses saca la cámara del salón en donde estan celebrando la cena y ,rodeando desde fuera el mirador de grandes ventanales , va sobrevolando desde la calle las cabezas de los comensales…

    A mí me preocupaba antes. Desde que me di cuenta de que era incapaz de evitar vivir por y para la lectura dejé de hacerlo…

    Un saludo.

  4. Desperté de madrugada con la intención de trabajar un rato, buscando una fuente de inspiración me encontré con su blog y específicamente con este post el cual es una microbelleza digna de ser releida. Un saludo desde mi México hasta su España, nuestra madre patria.

Trackbacks

  1. Libro de los muertos. Elias Canetti. « Algún día en alguna parte

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