The New York Review of books publicó hace algunas semanas un ensayo escrito por el premio nobel J.M. Coetzee a propósito de la edición del primer volumen (1929-1940) de las cartas del dramaturgo irlandés Samuel Beckett (The Letters of Samuel Beckett: Volume 1, 1929-1940). Pues bien, el suplemento cultural del diario ABC publica en su último número (903) del 17 de Mayo una traducción del texto del cual reproducimos los primeros párrafos.
«En 1923, Samuel Barclay Beckett, con 17 años, fue admitido en el Trinity College de Dublín para estudiar filología románica. Demostró ser un estudiante excepcional y Thomas Rudmose-Brown, catedrático de francés, lo acogió bajo su protección e hizo todo lo que pudo por impulsar la carrera del joven buscándole, tras licenciarse, primero una estancia como profesor visitante en la prestigiosa École Normale Supérieure de París y luego un puesto en el Trinity College.
Tras un año y medio en el Trinity interpretando lo que llamaba la «grotesca comedia de la docencia», Beckett dimitió y huyó a París nuevamente. Incluso después de esta decepción, Rudmose-Brown no abandonó a su protegido. Todavía en 1937 seguía tratando de persuadir a Beckett de que volviese al mundo académico y le convenció para que solicitase un puesto de profesor de italiano en la Universidad de Ciudad del Cabo. «Puedo afirmar sin exagerar -escribía en una carta de recomendación- que, además de poseer unos sólidos conocimientos académicos de los idiomas italiano, francés y alemán, [Beckett] tiene una notable capacidad creativa.» En una posdata, añadía: «Beckett tiene un buen conocimiento del provenzal, antiguo y moderno».
Beckett sentía un cariño y respeto auténticos por Rudmose-Brown, un especialista en Racine interesado en la escena literaria francesa de la época. El primer libro de Beckett, una monografía sobre Proust (1931), le fue encargado al prometedor escritor como una introducción general y, sin embargo, parece más bien un ensayo escrito por un estudiante de posgrado superior que intenta impresionar a su catedrático. El propio Beckett tenía serias dudas sobre el libro. Al releerlo, «se preguntaba de qué estaba hablando», como le confesó a su amigo Thomas McGreevy. Parecía «el equivalente aplastado y distorsionado de cierto aspecto o confusión de elementos de mí mismo… Ligado de algún modo a Proust… No es que me importe. No quiero ser catedrático».
El dinero justo. Lo que más desanimaba a Beckett de la profesión era la docencia. Un día tras otro, este joven tímido y taciturno tenía que enfrentarse en el aula a los hijos e hijas de la clase media protestante irlandesa y convencerles de que Ronsard y Stendhal merecían que les prestasen su atención. «Era un profesor muy impersonal», recordaba uno de sus mejores alumnos. «Decía lo que tenía que decir y luego salía del aula… Creo que se consideraba a sí mismo un mal profesor, y eso es una lástima, porque era tan bueno… Desgraciadamente, muchos de sus alumnos estaban de acuerdo con él.» «La idea de volver a dar clases me paraliza», escribía Beckett a McGreevy desde el Trinity en 1931 al acercarse un nuevo curso. «Creo que me iré a Hamburgo en cuanto cobre mi cheque de Semana Santa… Y tal vez reúna el valor para dejarlo.» Pasó otro año antes de que encontrase ese valor. «Por supuesto, es probable que vuelva arrastrándome con el rabo enrollado en torno a mi ruinoso pene», le escribía a McGreevy. «Y puede que no.»
El puesto de profesor en el Trinity College fue el último empleo estable que tuvo Beckett. Hasta el estallido de la guerra, y hasta cierto punto también durante la guerra, dependió de un subsidio estatal de su padre, que murió en 1933, y de las ayudas ocasionales de su madre y de su hermano mayor. Cuando tenía la ocasión, aceptaba trabajo como traductor y revisor. Las dos obras de ficción que publicó en los años treinta -los relatos Belacqua en Dublín (1934) y la novela Murphy (1938)- le aportaron poco en cuanto a derechos de autor. Casi siempre andaba mal de dinero. La estrategia de su madre, como le comentó a McGreevy, era «mantenerme con el dinero justo para que me viese obligado a buscar trabajo como asalariado. Lo cual suena más cruel de lo que pretende ser».
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