Siempre he pensado que, para estos catarros de la cuesta de enero, una biblioteca es la mejor farmacia: por eso he elaborado mi propio recetario de libros del 2009 (soy partidario de la automedicación).
Hay libros de uso tópico, como las pomadas, que funcionan sólo con ponerlos en el sitio, se aplican sobre una mesa bajera, por ejemplo (en inglés los llaman coffe-table books), y causan una poderosa impresión en las visitas y en el feliz propietario, que siente su benéfico influjo sólo con tenerlos a la vista. La pomada curalotodo del año ha sido esa Nueva Gramática de la RAE. Y el mejor linimento en spray, la Historia de mi vida, de Casanova. 120 euros cuesta cada uno de ellos, sí, pero ¿y ese alivio sintomático inmediato que producen sin leerlos siquiera?
Otros son de uso interno: no hay más remedio que leerlos para que hagan efecto. Yo me he administrado con éxito varios fármacos, todos de amigos míos (vaya por delante):»Deseo de ser punk» de Belén Gopegui;»Retrato de un hombre inmaduro» de Luis Landero; «El espíritu áspero«, de Gonzalo Hidalgo Bayal; «La jauría y la niebla«, de Martín Casariego; «En el fondo«, de Begoña Huertas, o «El estatus«, de Alberto Olmos. A Francesc Serés no le conozco de nada, pero su «Materia prima» es una gran terapia.
La Caja Entera. También hay antibióticos de amplio espectro, para todos los públicos, con el pequeño inconveniente de que, para que funcionen, hay que terminarse la caja entera, aunque ya te encuentres bien: «La noche de los tiempos«, de Muñoz Molina, que es la II República y la guerra a base de Clamoxil. Algunos, como «Nocilla Lab«, de Agustín Fernández Mallo, vienen en comprimidos efervescentes y son para enfermos imaginarios: sólo curan esas patologías voluntarias provocadas por el propio paciente. Otros, como Stieg Larsson, vienen en supositorios, motivo por el que no me he atrevido a leerlo.
Hay ciertos libros que actúan como placebos, es decir: son inocuos, daño no hacen, pero en realidad no contienen ningún principio activo. La gente los lee de buena fe, se sugestiona y cree que le están sirviendo de algo. Por ejemplo, la poesía de Caballero Bonald: no es nada, sólo agua con azúcar, una pastilla de colores, pero hay hipocondríacos intelectuales que se la tragan y piensan que les está haciendo un gran efecto. Se sugestionan hasta convencerse a sí mismos de que están leyendo algo sublime, para paladares muy exigentes, y que están ya curados de todos los males y, sobre todo, de la mala conciencia.
Los clásicos son como los medicamentos genéricos: más baratos, más eficaces, pero sin publicidad ni envase atractivo. Ahí están las nuevas ediciones de bolsillo de Onetti o de Juan Benet: creo que no deberían faltar en ningún botiquín de emergencia.
Lo que le da beneficios a las editoriales, sin embargo, es lo mismo que a las farmacéuticas: se hace una mínima modificación en la fórmula (para mantener la patente), se busca un paquete de colores y se invierte en publicidad. Ale-hop: es una simple aspirina de toda la vida, pero ahora lleva un nombre más atractivo y lo anuncian por la tele como si tuviera nuevas propiedades muy poderosas. La enésima novela de Philip Roth, por ejemplo, que es el mismo Frenadol de hace cincuenta años.
Pastillas Del Dr. Andreu. Francisco Ayala, en cambio, que murió en 2009 en loor (y olor) de santidad, se parece a las legendarias «pastillas del Dr. Andreu». No sirve para mucho, no quita ni siquiera la tos, pero tiene un prestigio incomprensible, que debe de ser alienígena: un prestigio con movimientos que no podría describir ningún escritor convencional, un auténtico PVNI (Prestigio Volador No Identificado).
Lo malo de los libros es que no vienen con prospecto completo, como las medicinas, sino con contraportadas, que nunca advierten de los efectos secundarios ni de las contraindicaciones. ¿Tu rostro mañana, de Javier Marías, por fin en un solo volumen? Que avisen de que produce intensa somnolencia y hay que evitar su lectura si se va a conducir o a manejar maquinaria pesada. También puede provocar mareos, náuseas, vértigo, incredulidad y hormigueo en las extremidades. Si persisten los síntomas, hay que provocarse el vómito y llamar al Instituto de Toxicología.
Farmacia de guardia. ABCD. 16 de enero de 2010 – número: 932.
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Es un consuelo ver que no soy el único a quien el prestigio de Ayala le parece poco menos que incomprensible. Realmente Ayala es plúmbeo. Ahora, después de leer tu entrada, por fin me atrevo a decirlo. ¡Qué liberación! Saludos.
Me alegro de haberle incitado a tal liberación… Un saludo