Los Nobel que la Academia sueca se llevó.

Por Juan Manuel Gómez. Publicado en Suplemento Milenio (11/10/08)

 

¿Quiénes son Karl Gjellerup, Henrik Pontoppidan, Mijaíl Sholojov? Son premios Nobel de Literatura tan olvidados como sus obras, mientras otros como Kafka o Proust, sin haberlo recibido, son inmortales. 

 

El domingo pasado, en su columna “Fusilerías”, Alfredo C. Villeda aclaró el contexto en que Horace Engdahl, secretario permanente del jurado que otorga el Premio Nobel, hizo las declaraciones que cimbraron a la prensa mundial y que puntualizaban de manera tajante que los escritores norteamericanos no eran el centro del mundo literario y que estaban encerrados en una isla. Sin embargo, a qué se referiría Engdahl cuando habló de participar en el “gran diálogo de la literatura”. ¿En dónde se da ese “diálogo”? ¿En Suecia? ¿En la Feria de Francfort? Tal vez Engdahl apuntaba hacia el mercado editorial y las fórmulas del best-seller. Y es cierto, como acotó él mismo, que los estadunidenses son muy apegados a las leyes del mercado, como lo son, habría que agregar para ser justos, todos los escritores del mainstream, comenzando por los premios Nobel, muchos de los cuales fueron elegidos con un claro sesgo político. Pero eso no tiene absolutamente nada que ver con la literatura, cuyo “gran diálogo” se da en el interior de la mente de un lector, a través de un libro.

De izquierda a derecha: D. H. Lawrence, James Joyce, Franz Kafka y Marcel Proust

La mejor reacción ante este arponazo en el orgullo yankee se dio casi de inmediato en el diario virtual Slate. Adam Kirsch recogió el guante lanzado por Engdahl: “Ni los austriacos ni los italianos pensaron que Elfriede Jelinek [2004] y Dario Fo [1997] merecían sus premio Nobel; Harold Pinter [2005] ganó el suyo casi cuarenta años después de su obra más significativa. Sugerir que estos autores son más talentosos o más consumados que los mejores norteamericanos de los últimos treinta años es ridículo”.

Kirsch continuaba diciendo que confiaba en que la Academia Sueca no suscribe declaraciones antiestadunidenses como las que han incluido en sus discursos laureados como Harold Pinter, Doris Lessing (2007), José Saramago (1998) y Günter Grass (1999). “Pero para probar la mala fe de la reciente crítica de Engdahl a la literatura norteamericana, basta mencionar un solo nombre: Philip Roth. Engdahl acusa a los estadunidenses de “no participar en el gran diálogo de la literatura”, pero ningún escritor norteamericano ha sido más cosmopolita que Roth. Como editor de la colección de Penguin ‘Escritores de la otra Europa’, él fue el responsable de dar a conocer a muchos de los grandes autores de Europa oriental: de Danilo Kiš a Witold Gombrowicz. Su ensayo de 2001, El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras (Seix Barral, 2003), incluía entrevistas con Milan Kundera, Ivan Klíma y Primo Levi. En sus libros de narrativa ha sido tan aventuradamente posmoderno como Calvino, a la vez que practica la expresividad del detallado realismo que desde hace mucho ha sido la fuerza de la literatura norteamericana. A menos que y hasta que Roth gane el Premio Nobel, no hay razón para que los estadunidenses presten atención a ningún insulto por parte de los suecos”.

Es innegable el peso político que el Premio Nobel carga sobre sus espaldas. De otra manera sería imposible explicar el legado literario de Winston Churchill, Premio Nobel de Literatura 1953. Jean-Paul Sartre lo rechazó en 1964 por creer que alienaba su conciencia de intelectual de izquierda. Le Duc Tho se rehusó a aceptar el Premio Nobel de la Paz 1973, que había obtenido junto con el secretario de Guerra estadunidense Henry Kissinger (quien sí lo conservó) por los acuerdos de paz en la guerra de Vietnam, justamente porque éstos habían sido un fracaso. Tal como lo fueron los acuerdos de Irlanda del Norte de 1998, que otorgaron el premio a John Hume y Ulser David Trimble, quienes aun así lo recibieron sin chistar.

En un artículo publicado en la revista española Época en septiembre de 2005, Belén Lorenzo recuerda que “Hitler obligó a cuatro científicos alemanes a rechazar los honores en sus disciplinas porque el de la Paz había recaído en el escritor y pacifista alemán Carl von Ossietzky, en 1935 [aunque le fuera entregado un año después por la presión nazi], encarcelado por oponerse al nazismo. El régimen birmano no vio con buenos ojos el que se premiara, en 1991, a la activista Aung San Suu Kyi, aún en arresto domiciliario. Y tampoco gustó a China el reconocimiento al XIV Dalai Lama, Tenzin Gyatso, en 1989, líder religioso en el exilio del Tíbet ocupado por Pekín”.

No hay ningún pedestal en la historia de la literatura para escritores rusos que han recibido el Nobel como el poeta Ivan Bunin (1933) o el cosaco del Don Mijaíl Sholojov (1965) y su impecable realismo socialista. Pero sí para autores inmortales como Antón Chéjov o León Tolstói, a quienes nunca se les otorgó el premio, y Boris Pasternak (1958), que por haber sido galardonado con él gracias a una novela crítica del régimen comunista, Doctor Zhivago (publicada por primera vez en Italia y 30 años después, póstumamente, en Rusia), fue castigado con el desprecio y la sombra por parte del gobierno de Moscú, ciudad donde nació, en la opulencia, y murió, en el descrédito.

El tiempo dio la razón al manifiesto publicado en febrero de 1905 en el que se cuestionaba el Nobel al español José Echegaray (1904). A Echegaray debieron premiarlo (de haber existido tal categoría) en matemáticas, pero no en literatura. Eso queda tan claro hoy para cualquiera (ya que es imposible recordar el título de una novela gloriosa del eminente científico que introdujo en España la geometría de Chasles, la teoría de Galois y las funciones elípticas) como en su tiempo estuvo claro para Azorín, Antonio y Manuel Machado, Pío Baroja, Rubén Darío y Ramón del Valle-Inclán (que firmaron la protesta y nunca, por cierto, fueron distinguidos con el premio).

Pongamos por caso que Quo vadis, la aburrida historia de romanos llevada al cine, cuyo autor, Henryk Sienkiewicz (1905), escribió como alegoría de la opresión al pueblo polaco; o que el libro de poemas Nya Dikter del pintor fracasado suizo Verner von Heidenstam (1918), o Imago, la novela autobiográfica de su compatriota de lengua alemana Carl Spitteler (1919), sean obras de arte grandiosas. Pudiera darse el caso, ¿por qué no? Quizá Los campesinos del polaco Wladyslaw Reymont (1924) y Hombres en la noche estival del finlandés Frans Emil Sillanpää (1924) sean tremendas construcciones lingüísticas universales merecedoras, como lo fueron en su momento, del prestigiado honor… Sin embargo, quizá habría que tomar en cuenta piezas como La metamorfosis (publicada en 1915), Por el camino de Swann (primer tomo de En busca del tiempo perdido, de 1913), el Ulises (1922), Casa de muñecas (1879) y El pato silvestre (1884), El corazón de las tinieblas (1899), Otra vuelta de tuerca (1898), o cualquiera de las deliciosas Doña Perfecta (1876), Marianela (1878) y Fortunata y Jacinta (1887), que han revolucionado las letras y la dramaturgia, y no han dejado de ser mencionadas y analizadas en los cursos literarios de las universidades de todo el mundo desde que fueron escritas. Y ni Kafka, ni Marcel Proust, ni James Joyce, ni Henrik Ibsen, ni Joseph Conrad, ni Henry James, ni Benito Pérez Galdós, cuyos nombres no necesitan epíteto, recibieron el Premio Nobel de Literatura.

Algunos galardones han sido una especie de premio de consolación. Al poeta sueco Erik A. Karlfeldt (1931), secretario permanente de la Academia desde 1914, sus compañeros de banca se lo otorgaron de manera póstuma. Y las razones que dieron los jurados cuando se lo dieron a Paul Heyse, en 1910, cuando éste ya contaba con 80 años, son, por decir lo menos, poco específicas: “…como un tributo a un talento artístico consumado, permeado de idealismo, que ha demostrado durante su larga y productiva carrera como poeta, dramaturgo, novelista y autor de cuentos…”.

Cuando se lo dieron a Pearl Buck en 1938, si la Academia sueca quería distinguir a una mujer, por qué no voltear a ver a Virginia Woolf, por ejemplo. En 1908 lo recibió el filósofo alemán Rudolf Eucken; si tocaba dárselo a un autor de lengua alemana, por qué no Rainer Maria Rilke; ya había escrito la primera parte de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge.

Nunca cesaremos de preguntar por qué no August Strindberg, E.M. Forster, D.H. Lawrence, Bertolt Brecht, Jorge Luis Borges, Vladimir Nabokov… Es un misterio, ciertamente. No una injusticia ni un agravio. El Premio Nobel de Literatura es una lotería. Aunque no cae mal el millón de euros que trae consigo, la literatura bien puede vivir sin él».

Por Juan Manuel Gómez. Publicado en Suplemento Milenio (11/10/08).

Véase también: Literatura Nobel vs literatura gringa.

 



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2 respuestas

  1. Yo solamente quiero saber cuáles son las universidades del mundo que no dejan de leer ‘Fortunanta y Jacinta’?

  2. De verdad no sabes quien es Shólojov? No te suena para nada el Don Apacible?

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